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miércoles, 19 de agosto de 2015

Cuento "El altillo" de Mario Benedetti

El Altillo






Está allá arriba. Lo veo desde aquí. Siempre quise un altillo. Cuando tenía nueve años, cuando tenía doce. Lo veo desde aquí y es bueno saber que existe. Tiene la luz encendida. Es una bombilla de cien bujías, pero desde el patio la veo apenas como un resplandor. Siempre quise un altillo, para escaparme. ¿De quién? Nunca lo supe. Francamente, yo quisiera saber si todos están seguros de quién escapan. Nadie lo sabe. Puede ser que lo sepa un ratón, pero yo creo que un ratón no es lo que el doctor llama un fugitivo típico. Yo sí lo soy. Quise un altillo como el de Ignacio, por ejemplo. Ignacio tenía allí libros, almanaques, mapas, postales, álbumes de estampillas. Ignacio pasaba directamente del altillo a la azotea, y desde allí podía dominar todas las azoteas vecinas, con claraboyas o sin ellas, con piletas de lavar ropa o macetas en los pretiles. En ese momento ya no tenía ojos de fuga sino de dominador. Dominar las azoteas es aproximadamente lo mismo que dominar las intimidades. La gente cuelga allí la ropa interior, amontona trastos viejos, toma el sol sin pedantería, hace gimnasia para sí misma y no para las muchachas, como sucede en la playa. La azotea es como una trastienda. Claro que hay azoteas que tienen perros y eso es un inconveniente; pero siempre queda el recurso de tirarles piedras o simplemente espantarlos con gritos. De todos modos, ni a Ignacio ni a mí nos gustaba que un perro nos estuviera mirando. Una azotea con perro pierde su soledad y entonces no sirve, especialmente si el perro tiene ojos de persona. A mí ni siquiera me gustan los perros con ojos de perro. Los gatos me importan menos. Son como un decorado y nada más. Puedo sentirme perfectamente solo con el cielo, un avión, una cometa y un gato. Incluso con Ignacio podía sentirme casi solo. Sería tal vez porque no hablaba. Tomaba los gemelos de teatro, miraba detenidamente la azotea de los Risso, y una vez que se cercioraba de que ni Mecha ni Sonia habían subido todavía, entonces me los alcanzaba a mí, y yo miraba detenidamente hacia la azotea de los Antuña hasta cerciorarme de que ni Luisa ni Marta habían subido. Siempre quise un altillo. El de Ignacio era un lindo altillo, pero tenía el inconveniente de que no era mío. Ya sé que Ignacio nunca me hizo sentirme extranjero, ni intruso, ni enemigo, ni pesado, ni ajeno; pero yo sentía todo eso por mí mismo, sin necesidad de que nadie me lo recordara. Para huir, para escapar de algo que uno no sabe bien qué es, hay que hacerlo solo. Y cuando escapaba (por ejemplo, cuando hice añicos los anteojos de mi tía y los tiré por el water y ella perdió todo su aplomo y se puso furiosa y me gritó tarado de porquería, linda consecuencia de las borracheras de tu padre, aunque según el doctor no es seguro que mi atraso tenga que ver con las papalinas de mi viejo, que en paz descanse) y cuando yo escapaba al altillo de Ignacio para estar solo, no podía estar solo, porque claro, estaba Ignacio. Y también a veces el perro del vecino, que es de los que miran con ojos de persona. Todo eso a los doce años y también a los nueve. A los trece se acabó el altillo porque empecé a ir al colegio de fronterizos. No recuerdo nada de lo que hice en el colegio. Hay que ver que fui solamente por tres días; después me pegó el grandote malísimo y estuve mucho tiempo en cama sin poder abrir este ojo que ahora abro, y además conteniendo la respiración. Todo debido a la costilla rota, claro. Pero al final tenía que respirar porque me ponía colorado, colorado, primero como un tomate y después como una remolacha. Entonces respiraba y el dolor era enorme. Se acabó el colegio de fronterizos, dijo mi tío. Después de todo es casi normal, dijo mi tía. Yo estaba agachado y de pronto sentí el frío de la llave en el ojo. Me aparté de la cerradura y me puse el camisón. Ella vendrá a enseñarte aquí desde mañana, dijo mi tía, antes de arroparme y darme un beso en la frente. Yo no tenía todavía mi altillo, ni tampoco podía ir al de Ignacio porque su papá se peleó con mi tío, no a las trompadas sino a las malas palabras. Ella vino a enseñarme todas las mañanas. No sólo me enseñaba las lecciones. También me enseñaba unas piernas tan peludas que yo no podía dejar de mirarlas. Le advertí que yo era casi normal y ella sonrió. Me preguntó si había alguna cosa que me gustaba mucho, y yo dije que el altillo. Enseguida me arrepentí porque era como traicionar a Ignacio, pero de todos modos ella lo iba a saber porque su mirada era de ojos bien abiertos. Yo creo que nunca cerraba los ojos, o quizá pestañeaba en el instante que yo también lo hacía. Algunas veces yo demoraba más, a propósito, pero ella se daba cuenta de mi intención y también demoraba su pestañeo, y tal vez luego parpadeaba junto conmigo porque nunca le vi cerrar los ojos. Mejor dicho, la vi una sola vez, pero ésa no vale porque estaba muerta. Los ex alumnos le llevamos un ramo de flores. Yo era ex alumno pero no la quería demasiado. Quería sus piernas, eso sí, porque eran peludas, pero la persona de ella también tenía otras partes. Así que sólo duró un mes y medio. Una lástima porque había mejorado mucho, dijo mi tía. Ya sabía la tabla del ocho, dijo mi tío. Yo sabía también la del nueve, claro que nunca dije nada porque algún secreto hay que tener. Yo no sé cómo hay gente capaz de vivir sin secretos. Ignacio dice que el secreto más secreto de sus secretos es que. Pero yo no lo voy a decir porque le juré no comunicarlo a nadie. Fue sobre el perro muerto que lo juré. No sé exactamente cuándo. Siempre se me mezclaron las fechas. Acabo de hacer algo y sin embargo me parece muy lejano. En cambio, hay ocasiones en que una cosa bien antigua, me parece haberla hecho hace cinco minutos. A veces puedo saber cuándo, sobre todo ahora que mi tío me regaló el reloj que fue de mamá que en paz descanse. Pobrecito, así se entretiene, dijo mi tía. Pero yo no quiero entretenerme, es decir no quería, porque eso fue a los doce años y ahora tengo veintitrés, me llamo Albertito Ruiz, vivo en Solano Antuña cinco seis nueve, mi tío es el señor Orosmán Rivas y mi tía la señora Amelita T. de Rivas. La T. es de Tardáguila. Al fin conseguí el altillo. Para mí solo. Loo conseguí ayer, anteayer, o hace cinco años. No me importa el plazo. Mi altillo está. Lo veo desde aquí. Siempre quise mi altillo. Dice el doctor que no es exactamente un fronterizo, suspiró mi tía, y por el ojo de la cerradura yo vi exactamente su suspiro, o sea cómo se levantaba la pechera y luego bajaba, cómo se levantaba el collar con la crucecita y luego bajaba. Luego bajaba del altillo y mi tío estaba tomando mate y preguntaba qué tal. Lindo, dije. Mi altillo tiene una portátil con una bombilla que oficialmente es de setenta y cinco bujías. Yo hice trampa y le puse una de cien bujías, pero la tía cree que es una de setenta y cinco. A veces me molesta en los ojos tanta luz. El tío se dio cuenta de que, aunque en la bombilla dice setenta y cinco, en realidad es de cien bujías, pero yo sé que no me va a denunciar frente a la tía, porque en su mesa de noche él también tiene una de setenta y cinco cuando la tía le ha dado permiso para tener una de cuarenta bujías. Bujías quiere decir bichitos. Si Ignacio no hubiera venido hace un rato, yo estaría ahora en el altillo. Pero vino y hacía muchos años que no lo veía. Él dijo que once. Yo supe que se habían mudado y que él no tenía más altillo. Hola, dijo. Ignacio nunca habló mucho, ni siquiera en la época que tenía su altillo y estaba tan orgulloso. Ahora yo tengo el mío. De tarde me gusta salir a la azotea y por suerte aquí no hay perros con mirada de persona. Hay uno chiquito en la azotea de Terneiro, uno chiquito que se llama Goliat, pero ése tiene mirada de perro así que no me preocupa tanto. Hola, dije yo también. Pero me di cuenta a qué venía. Enseguida me di cuenta. Él dijo que hacía once años que no nos veíamos y que estaba en tercero de Facultad. Me pareció que tenía bigote. A mí no me crece el bigote. Tu tío me dio permiso para que viniera a verte, dijo para disimular. Dice tantas macanas mi tío. Se acercó a la ventana. Miró el cielo. También el cielo lo miró a él. Paf. Qué tal, me preguntó mi tío cuando bajé. Lindo, dije. Yo dejé la luz encendida y desde aquí veo el resplandor. A mí no me va a quitar nadie el altillo. Nunca. Nadie. Nunca. Yo a él no lo traicioné y ahora viene y se pone el muy falluto a mirar disimuladamente el cielo. Todos sabemos que él perdió su altillo, pero yo no tengo la culpa. Qué tal, preguntó mi tío. Lindo, dije. La luz está encendida, la bombilla de cien bujías, pero estoy seguro que a Ignacio no le molesta, porque antes de bajar dije perdón y le cerré los ojos.


Material de análisis "El altillo" de Benedetti

http://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/1109/carrillocilha78.pdf

Biografía Mario Benedetti

Mario Benedetti trabajó en múltiples oficios antes de 1945, año en que inició su actividad de periodista en La MañanaEl DiarioTribuna Popular y el semanarioMarcha, entre otros. En la obra de Mario Benedetti pueden diferenciarse al menos dos periodos marcados por sus circunstancias vitales, así como por los cambios sociales y políticos de Uruguay y el resto de América Latina. En el primero, Benedetti desarrolló una literatura realista de escasa experimentación formal, sobre el tema de la burocracia pública, a la cual él mismo pertenecía, y el espíritu pequeño-burgués que la anima.
El gran éxito de sus libros poéticos y narrativos, desde los versos de Poemas de la oficina (1956) hasta los cuentos sobre la vida funcionarial de Montevideanos(1959), se debió al reconocimiento de los lectores en el retrato social y en la crítica, en gran medida de índole ética, que el escritor formulaba. Esta actitud tuvo como resultado un ensayo ácido y polémico: El país de la cola de paja (1960), y su consolidación literaria en dos novelas importantes: La tregua (1960), historia amorosa de fin trágico entre dos oficinistas, y Gracias por el fuego (1965), que constituye una crítica más amplia de la sociedad nacional, con la denuncia de la corrupción del periodismo como aparato de poder.
En el segundo periodo de este autor, sus obras se hicieron eco de la angustia y la esperanza de amplios sectores sociales por encontrar salidas socialistas a una América Latina subyugada por represiones militares. Durante más de diez años, Mario Benedetti vivió en Cuba, Perú y España como consecuencia de esta represión. Su literatura se hizo formalmente más audaz. Escribió una novela en verso, El cumpleaños de Juan Ángel (1971), así como cuentos fantásticos como los de La muerte y otras sorpresas (1968). Trató el tema del exilio en la novela Primavera con una esquina rota (1982) y se basó en su infancia y juventud para la novela autobiográfica La borra del café (1993).
En su obra poética se vieron igualmente reflejadas las circunstancias políticas y vivenciales del exilio uruguayo y el regreso a casa: La casa y el ladrillo (1977),Vientos del exilio (1982), Geografías (1984) y Las soledades de Babel (1991). En teatro, Mario Benedetti denunció la institución de la tortura con Pedro y el capitán(1979), y en el ensayo comentó diversos aspectos de la literatura contemporánea en libros como Crítica cómplice (1988). Reflexionó sobre problemas culturales y políticos en El desexilio y otras conjeturas (1984), obra que recoge su labor periodística desplegada en Madrid.
También en esos años recopiló sus numerosos relatos breves, reordenándolos, en la colección Cuentos completos (1986), que sería ampliada en 1994. Junto a la solidez de su estructura literaria, debe destacarse como rasgo esencial de los relatos de Benedetti la presencia de un elemento impalpable, no formulado explícitamente, pero que adquiere en sus textos el carácter de una potente irradiación de ondas telúricas que recorre a los protagonistas de sus historias, para ser transmitida por ellos mismos (casi sin intervención del autor, podría decirse) directamente al lector. La predilección por este género y la pericia que mostró en él emparenta a Mario Benedetti con los grandes autores del Boom de la literatura hispanoamericana, y especialmente con los maestros del relato corto: Jorge Luis Borges y Julio Cortázar.

En 1997 publicó la novela Andamios, de marcado signo autobiográfico, en la que da cuenta de las impresiones que siente un escritor uruguayo cuando, tras muchos años de exilio, regresa a su país. En 1998 regresó a la poesía con La vida, ese paréntesis, y en el mes de mayo del año siguiente obtuvo el VIII Premio de Poesía Iberoamericana Reina Sofía. En 1999 publicó el séptimo de sus libros de relatos,Buzón de tiempo, integrado por treinta textos. Ese mismo año vio la luz su Rincón de haikus, clara muestra de su dominio de este género poético japonés de signo minimalista, tras entrar en contacto con él años atrás gracias a Cortázar.
En marzo de 2001 recibió el Premio Iberoamericano José Martí en reconocimiento a toda su obra; ese mismo año publicó El mundo en que respiro (poemas) y dos años más tarde presentó un nuevo libro de relatos: El porvenir de mi pasado (2003). Al año siguiente publicó Memoria y esperanza, una recopilación de poemas, reflexiones y fotografías que resumen las cavilaciones del autor sobre la juventud. También en 2004 se publicó en Argentina el libro de poemas Defensa propia.
Ese mismo año fue investido doctor honoris causa por la Universidad de la República del Uruguay; durante la ceremonia de investidura recibió un calurosísimo homenaje de sus compatriotas. En 2005 fue galardonado con el Premio Internacional Menéndez Pelayo. Sus últimos trabajos fueron los poemarios Canciones del que no canta (2006) y Testigo de uno mismo (2008), el ensayo Vivir adrede (2007) y el drama El viaje de salida (2008).

Los novelistas del 45

http://www.periodicas.edu.uy/o/Capitulo_Oriental/pdfs/Capitulo_Oriental_33.pdfhttp://www.periodicas.edu.uy/o/Capitulo_Oriental/pdfs/Capitulo_Oriental_33.pdf

Generación del 45. Mario Benedetti

http://medios.elpais.com.uy/downloads/2007/HistoriaReciente/21.pdf