Está allá arriba. Lo veo desde aquí.
Siempre quise un altillo. Cuando tenía nueve años, cuando tenía doce. Lo veo
desde aquí y es bueno saber que existe. Tiene la luz encendida. Es una
bombilla de cien bujías, pero desde el patio la veo apenas como un
resplandor. Siempre quise un altillo, para escaparme. ¿De quién? Nunca lo
supe. Francamente, yo quisiera saber si todos están seguros de quién escapan.
Nadie lo sabe. Puede ser que lo sepa un ratón, pero yo creo que un ratón no
es lo que el doctor llama un fugitivo típico. Yo sí lo soy. Quise un altillo
como el de Ignacio, por ejemplo. Ignacio tenía allí libros, almanaques,
mapas, postales, álbumes de estampillas. Ignacio pasaba directamente del
altillo a la azotea, y desde allí podía dominar todas las azoteas vecinas,
con claraboyas o sin ellas, con piletas de lavar ropa o macetas en los
pretiles. En ese momento ya no tenía ojos de fuga sino de dominador. Dominar
las azoteas es aproximadamente lo mismo que dominar las intimidades. La gente
cuelga allí la ropa interior, amontona trastos viejos, toma el sol sin
pedantería, hace gimnasia para sí misma y no para las muchachas, como sucede
en la playa. La azotea es como una trastienda. Claro que hay azoteas que
tienen perros y eso es un inconveniente; pero siempre queda el recurso de
tirarles piedras o simplemente espantarlos con gritos. De todos modos, ni a
Ignacio ni a mí nos gustaba que un perro nos estuviera mirando. Una azotea
con perro pierde su soledad y entonces no sirve, especialmente si el perro
tiene ojos de persona. A mí ni siquiera me gustan los perros con ojos de
perro. Los gatos me importan menos. Son como un decorado y nada más. Puedo
sentirme perfectamente solo con el cielo, un avión, una cometa y un gato.
Incluso con Ignacio podía sentirme casi solo. Sería tal vez porque no
hablaba. Tomaba los gemelos de teatro, miraba detenidamente la azotea de los
Risso, y una vez que se cercioraba de que ni Mecha ni Sonia habían subido
todavía, entonces me los alcanzaba a mí, y yo miraba detenidamente hacia la
azotea de los Antuña hasta cerciorarme de que ni Luisa ni Marta habían
subido. Siempre quise un altillo. El de Ignacio era un lindo altillo, pero
tenía el inconveniente de que no era mío. Ya sé que Ignacio nunca me hizo
sentirme extranjero, ni intruso, ni enemigo, ni pesado, ni ajeno; pero yo
sentía todo eso por mí mismo, sin necesidad de que nadie me lo recordara.
Para huir, para escapar de algo que uno no sabe bien qué es, hay que hacerlo
solo. Y cuando escapaba (por ejemplo, cuando hice añicos los anteojos de mi
tía y los tiré por el water y ella perdió todo su aplomo y se puso furiosa y
me gritó tarado de porquería, linda consecuencia de las borracheras de tu
padre, aunque según el doctor no es seguro que mi atraso tenga que ver con las
papalinas de mi viejo, que en paz descanse) y cuando yo escapaba al altillo
de Ignacio para estar solo, no podía estar solo, porque claro, estaba
Ignacio. Y también a veces el perro del vecino, que es de los que miran con
ojos de persona. Todo eso a los doce años y también a los nueve. A los trece
se acabó el altillo porque empecé a ir al colegio de fronterizos. No recuerdo
nada de lo que hice en el colegio. Hay que ver que fui solamente por tres
días; después me pegó el grandote malísimo y estuve mucho tiempo en cama sin
poder abrir este ojo que ahora abro, y además conteniendo la respiración.
Todo debido a la costilla rota, claro. Pero al final tenía que respirar
porque me ponía colorado, colorado, primero como un tomate y después como una
remolacha. Entonces respiraba y el dolor era enorme. Se acabó el colegio de
fronterizos, dijo mi tío. Después de todo es casi normal, dijo mi tía. Yo
estaba agachado y de pronto sentí el frío de la llave en el ojo. Me aparté de
la cerradura y me puse el camisón. Ella vendrá a enseñarte aquí desde mañana,
dijo mi tía, antes de arroparme y darme un beso en la frente. Yo no tenía
todavía mi altillo, ni tampoco podía ir al de Ignacio porque su papá se peleó
con mi tío, no a las trompadas sino a las malas palabras. Ella vino a enseñarme
todas las mañanas. No sólo me enseñaba las lecciones. También me enseñaba
unas piernas tan peludas que yo no podía dejar de mirarlas. Le advertí que yo
era casi normal y ella sonrió. Me preguntó si había alguna cosa que me
gustaba mucho, y yo dije que el altillo. Enseguida me arrepentí porque era
como traicionar a Ignacio, pero de todos modos ella lo iba a saber porque su
mirada era de ojos bien abiertos. Yo creo que nunca cerraba los ojos, o quizá
pestañeaba en el instante que yo también lo hacía. Algunas veces yo demoraba
más, a propósito, pero ella se daba cuenta de mi intención y también demoraba
su pestañeo, y tal vez luego parpadeaba junto conmigo porque nunca le vi
cerrar los ojos. Mejor dicho, la vi una sola vez, pero ésa no vale porque estaba
muerta. Los ex alumnos le llevamos un ramo de flores. Yo era ex alumno pero
no la quería demasiado. Quería sus piernas, eso sí, porque eran peludas, pero
la persona de ella también tenía otras partes. Así que sólo duró un mes y
medio. Una lástima porque había mejorado mucho, dijo mi tía. Ya sabía la
tabla del ocho, dijo mi tío. Yo sabía también la del nueve, claro que nunca
dije nada porque algún secreto hay que tener. Yo no sé cómo hay gente capaz
de vivir sin secretos. Ignacio dice que el secreto más secreto de sus
secretos es que. Pero yo no lo voy a decir porque le juré no comunicarlo a
nadie. Fue sobre el perro muerto que lo juré. No sé exactamente cuándo.
Siempre se me mezclaron las fechas. Acabo de hacer algo y sin embargo me
parece muy lejano. En cambio, hay ocasiones en que una cosa bien antigua, me
parece haberla hecho hace cinco minutos. A veces puedo saber cuándo, sobre
todo ahora que mi tío me regaló el reloj que fue de mamá que en paz descanse.
Pobrecito, así se entretiene, dijo mi tía. Pero yo no quiero entretenerme, es
decir no quería, porque eso fue a los doce años y ahora tengo veintitrés, me
llamo Albertito Ruiz, vivo en Solano Antuña cinco seis nueve, mi tío es el
señor Orosmán Rivas y mi tía la señora Amelita T. de Rivas. La T. es de Tardáguila.
Al fin conseguí el altillo. Para mí solo. Loo conseguí ayer, anteayer, o hace
cinco años. No me importa el plazo. Mi altillo está. Lo veo desde aquí.
Siempre quise mi altillo. Dice el doctor que no es exactamente un fronterizo,
suspiró mi tía, y por el ojo de la cerradura yo vi exactamente su suspiro, o
sea cómo se levantaba la pechera y luego bajaba, cómo se levantaba el collar
con la crucecita y luego bajaba. Luego bajaba del altillo y mi tío estaba
tomando mate y preguntaba qué tal. Lindo, dije. Mi altillo tiene una portátil
con una bombilla que oficialmente es de setenta y cinco bujías. Yo hice
trampa y le puse una de cien bujías, pero la tía cree que es una de setenta y
cinco. A veces me molesta en los ojos tanta luz. El tío se dio cuenta de que,
aunque en la bombilla dice setenta y cinco, en realidad es de cien bujías,
pero yo sé que no me va a denunciar frente a la tía, porque en su mesa de
noche él también tiene una de setenta y cinco cuando la tía le ha dado
permiso para tener una de cuarenta bujías. Bujías quiere decir bichitos. Si
Ignacio no hubiera venido hace un rato, yo estaría ahora en el altillo. Pero
vino y hacía muchos años que no lo veía. Él dijo que once. Yo supe que se
habían mudado y que él no tenía más altillo. Hola, dijo. Ignacio nunca habló
mucho, ni siquiera en la época que tenía su altillo y estaba tan orgulloso.
Ahora yo tengo el mío. De tarde me gusta salir a la azotea y por suerte aquí
no hay perros con mirada de persona. Hay uno chiquito en la azotea de
Terneiro, uno chiquito que se llama Goliat, pero ése tiene mirada de perro
así que no me preocupa tanto. Hola, dije yo también. Pero me di cuenta a qué
venía. Enseguida me di cuenta. Él dijo que hacía once años que no nos veíamos
y que estaba en tercero de Facultad. Me pareció que tenía bigote. A mí no me
crece el bigote. Tu tío me dio permiso para que viniera a verte, dijo para
disimular. Dice tantas macanas mi tío. Se acercó a la ventana. Miró el cielo.
También el cielo lo miró a él. Paf. Qué tal, me preguntó mi tío cuando bajé.
Lindo, dije. Yo dejé la luz encendida y desde aquí veo el resplandor. A mí no
me va a quitar nadie el altillo. Nunca. Nadie. Nunca. Yo a él no lo traicioné
y ahora viene y se pone el muy falluto a mirar disimuladamente el cielo.
Todos sabemos que él perdió su altillo, pero yo no tengo la culpa. Qué tal,
preguntó mi tío. Lindo, dije. La luz está encendida, la bombilla de cien
bujías, pero estoy seguro que a Ignacio no le molesta, porque antes de bajar
dije perdón y le cerré los ojos.
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