Leyendas
de
Gustavo
Adolfo Bécquer
Las Leyendas son narraciones
breves a las que su autor, mezclando elementos reales con situaciones
imaginarias, traslada sus ilusiones y sus desengaños, su visión romántica del
amor y de la creación artística. Esto se puede apreciar en una serie de
características que podemos considerar comunes a los distintos relatos:
· Espacio: Bécquer prefiere las ciudades
antiguas (Soria, Toledo, Sevilla), los viejos castillos, templos y monasterios,
las ruinas abandonadas, lugares propicios para la imaginación o el misterio.
· Tiempo: En casi todas las Leyendas el hecho
culminante ocurre de noche. La época es siempre el pasado, preferentemente la
Edad Media. Así ocurre por ejemplo en El rayo de luna, El Monte de
las Ánimas, Los ojos verdes o La corza blanca. Las más
cercanas en el tiempo son El Miserere, cuya acción principal se
desarrolla en el siglo XIX, y El beso, que se sitúa durante la ocupación
francesa en la guerra de la Independencia.
· Personajes: Los protagonistas de las Leyendas
son casi siempre jóvenes enamorados impulsivos e imprudentes, y damas hermosas
pero perversas. Un ejemplo de personaje masculino puede ser el Fernando de Los
ojos verdes, que termina arrastrado a la muerte por su propia pasión.
Beatriz, la protagonista de El Monte de las Ánimas, es un ejemplo de esa
mujer de belleza ideal pero que acarrea la desgracia de su enamorado.
En las leyendas se presentan personajes típicos del
Romanticismo:
·
La dama esquiva:
Es caprichosa y no repara en las consecuencias funestas que puede traer su
comportamiento.
·
La mujer ideal e inalcanzable:
Pertenecen a este bloque por ejemplo, la ondina de Los ojos verdes, la
sombra que persigue Manrique en El Rayo de luna.
·
El enamorado:
Es un caballero que antepone al amor a su propia vida como Alonso en El
Monte de las Ánimas.
·
El caballero rebelde:
Un personaje con tintes satánicos que desafía a la divinidad como el capitán en
El Beso.
·
El artista romántico:
Persigue un ideal artístico como el poeta en El Rayo de luna o los
músicos en Maese Pérez el organista y El Miserere.
· Elementos fantásticos: en todas las Leyendas
hay un momento culminante en el que ocurre un prodigio, un hecho maravilloso
que rompe la normalidad. En ocasiones este prodigio tiene un carácter sagrado,
como en El Miserere o en Maese Pérez el organista; otras, se basa
en creencias populares o supersticiones: lagos encantados (en Los ojos
verdes), muertos vivientes (en El Monte de las Ánimas, o El
Miserere), etc. En todos los casos el protagonista es el misterio, la
confusa frontera entre la realidad y la imaginación.
· Los desenlaces son siempre trágicos,
consecuencia de una conducta imprudente o de haber transgredido una
prohibición. Así, Manrique, el protagonista de El rayo de luna, pierde
el juicio víctima de su propia obsesión por un amor ideal; o el capitán francés
de El beso muere por atreverse a profanar un lugar sagrado, lo mismo que
les ocurre a Beatriz y Alonso en El Monte de las Ánimas, etc.
Temas
En las Leyendas se plasman los grandes temas de
Bécquer: la lucha entre el ideal y la realidad, que se refleja en el tema del
amor imposible (El rayo de luna, Los ojos verdes...) y en el tema
de la creación artística, que aparece en Maese Pérez el organista y en El
Miserere.
El amor, fuerza motriz del universo, energía
cósmica y móvil de la acción, que desencadena el desenlace, es el tema
principal en la mayoría de las leyendas. En alguna, la intensidad subyugadora
del amor se convierte en el motivo de la trasgresión, impulsada por la fuerza
irresistible del amor, cuyo castigo es la muerte o la locura de los
protagonista, que están destinados a sufrir un final trágico o a veces, cómico
grotesco (El Cristo de la calavera), o bien como un elemento amor se
mezcla con la religión, adquiere capacidad regeneradora y sirve de redención.
La búsqueda del ideal, búsqueda de la belleza inaprensible, de la
emoción poética intuida, de la forma anhelada. Después, la realidad se
encargará de desnudar la fantasía de la imaginación. La búsqueda del ideal se
vincula externamente con la belleza femenina, bajo cuya forma y figura subyace
un impulso de índole estética (Los ojos verdes, El rayo de Luna).
A veces, el ideal cristaliza en un logro artístico (Maese Pérez el organista);
pero en otras, queda de manifiesta la imposibilidad de plasmar en lenguaje
concreto la emoción y la intuición estética.
La mujer aparece en muchas leyendas como referente de belleza –ideal
estético- , como símbolo soñado de la perfección artística (Los ojos verdes,
El rayo de luna). La mujer se manifiesta como algo incorpóreo y
perfecto, que sólo puede rozarse con las alas del sueño. Cuando la mujer
aparece como algo diabólico, está definida con rasgos negativos: capricho,
frivolidad, coquetería; inductora de las transgresiones (El monte de las
ánimas). Aunque goza de hermosura, la mujer carece de rasgos concretos.
El misterio y lo sobrenatural aparece en muchas leyendas. El miedo llega
en algunas a lo terrorífico (El monte de las ánimas). En El monte de
las ánimas, la repetición de ciertos elementos acústicos va configurando un
clima gradualmente dominado por el terror.
Estructuras de las leyendas
Las Leyendas se organizan en tres tipos de estructuras:
a) tentación-pecado-castigo
b) estructura de anticipaciones.
c) actualización de contenidos.
a) La tentación se centra en la mujer, que ofrece la recompensa de su
amor para satisfacer un capricho o una veleidad. El pecado o la transgresión se
concreta en la consecución del objeto del deseo o en el propio objeto en sí.:
banda, guantes… (El monte de las ánimas) El castigo presenta diversos grados o
formulaciones: locura, vergüenza, muerte.
b) En la estructura de anticipación, un narrador en tercera persona – el
propio autor u otro narrador-, al principio de su intervención, nos anticipa un
acontecimiento histórico- legendario que tiene que ver con el tema central del
relato, mezclándose elementos ambientales y sobrenaturales. Bécquer prenuncia
el tema narrativo principal, las claves de un contenido que más tarde se
desarrollará con mayor amplitud. (El miserere).
c) En la actualización de contenidos, a cada momento del eje temporal,
le corresponde un contenido narrativo distinto. La progresión narrativa viene
marcada por las actualizaciones de contenidos. Los intervalos temporales varían
en cada relato. El tiempo es crucial protagonista y eje vertebrador de los
contenidos relatados (Maese Pérez el organista).
Técnica narrativa y estilo
Las Leyendas van encabezadas con prólogos de ficción en los que Bécquer
manifiesta que actúa como simple transmisor de informaciones orales, simple
cronistas de historias oídas (Narrador omnisciente, narrador-historiador) Estos
prólogos atraen la atención del lector y dan verosimilitud legendaria al
relato.
En algunas leyendas, el autor incluye un apéndice final, que pretenden atar
algunos cabos sueltos y explicar contenidos externos al relato.
Abundan escenas narrativas que se acercan a la narración cinematográfica, de
ritmo ligero y de brillante colorido. También son frecuentes diálogos y
monólogos escenificados (escenas teatrales).
Los episodios narrativos y descriptivos están referidos a algún determinado
momento del día o de la noche, preferentemente la medianoche y el crepúsculo.
Son también importantes los matices cromáticos y plásticos del alba y del
atardecer. La medianoche representa lo mágico. La noche corresponde
simbólicamente al dominio del mal; en cambio, en el atardecer y en el alba se
origina lo maravilloso.
El lenguaje que utiliza Bécquer es plástico y musical (sustantivos y adjetivos
que aluden al mundo sensorial: oído, vista, olfato, tacto). Como recursos
literarios utiliza los tropos. Metáforas, comparaciones, metonimias, elipsis.
También utiliza prosopopeyas, aliteraciones y onomatopeyas para reproducir los
sonidos en las descripciones sensoriales.
INDICACIONES PARA EL EXAMEN DE LAS LEYENDAS DE G.A.BÉCQUER
Fíjate en los siguientes aspectos a la hora de preparar tu examen.
Las leyendas de Bécquer son textos narrativos por lo tanto debes prestar
atención a los elementos de la narración:
·
narrador
·
espacio
·
tiempo
·
personajes
·
estilo
1.
Narrador.
Voces y punto de vista. Fíjate en cada
leyenda y determina si aparece un narrador omnisciente, protagonista, objetivo
o subjetivo, varios narradores…
La verosimilitud.
2.
Espacio.
Presta atención a las descripciones de los
lugares. ¿Son rurales, urbanos, reales, fantásticos? Qué características
románticas tienen. ¿Tienen que ver los personajes?
3.
Tiempo.
¿En qué época suceden las historias?
¿Cuánto duran? ¿Existe un tiempo psicológico que parece detenerse? ¿Qué
elementos climatológicos típicamente románticos aparecen?
4.
Personajes.
¿Aparece el narrador como personaje?
Fíjate en la descripción de los personajes masculinos y femeninos, ¿qué
características tienen estas mujeres?
Recuerdas rasgos físicos y sicológicos de
por lo menos tres personajes principales. ¿Son personajes planos o redondos,
reales, fantásticos?
5.
Estilo.
¿Serías capaz de localizar alguna figura
retórica? ¿De qué manera mantiene el autor la intriga, el misterio, el miedo?
Recuerda que las preguntas tendrán que ver con lo que en este folio
aparece. Podría ser pedido un resumen de alguna de las leyendas leídas o
localizar un fragmento y señalar los rasgos románticos más
destacados en el mismo.
La noche de difuntos me despertó a no
sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a
las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible!
Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no
sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en
efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que
acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando
sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la
noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va,
como el caballo de copas.
I
-Atad los perros; haced la señal con
las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La
noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las
ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de
concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus
madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los
Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la
capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah!
¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto
sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy
lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el
camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y
bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus
magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que
precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso
narró en estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las
ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del
río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a
los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad
por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de
Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y
poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló
al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde
reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus
placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a
pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban
a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue
parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de
estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella
las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos
lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el
monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar
tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el
monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la
capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se
enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega
la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las
ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una
cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman
espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro
día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de
los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las ánimas, y por eso
he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó
justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a
la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual,
después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y
oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar
los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel
despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que
alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los
emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a
la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta
en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de
la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo
silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la
noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos
representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria
doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso
rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos
tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído
suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría
indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa
contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte
francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un
modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera
que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar
gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta
tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atencion. ¡Qué
hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el
de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó
al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la
hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en
un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún
puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz
pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse
dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran
Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes.
¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los
labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse
en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de
brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las
ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el
interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de
Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar
tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en
la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento
diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose
la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su
ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión
de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que
llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que
era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha
perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó
Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor
y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las ánimas -murmuró
palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y
sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído
mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores.
No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis
ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos
de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan
tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus
guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y
a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en
ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una
fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo
miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero,
las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de
entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede
helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o
arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que
arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa
imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido
exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde
saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura!
¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de
difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó
de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga
ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la
frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su
corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún
inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta,
volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el
joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de
un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de
orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor
que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en
sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcóny
las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la
media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso
no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la
joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de
haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia
consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y
cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño
inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del
Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas,
sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas
pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente.
El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la
mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez
con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus
goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más
cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su
orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y
crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio
de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos
de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y
vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones
fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la
presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la
oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó
la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos
diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la
pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones;
y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras
impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar
su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan
miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una
armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...;
pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a
incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las
colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas
lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi
imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como
madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que
estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose
en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del
balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono;
los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas
de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las
ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un
siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la
aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz.
Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y
blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a
reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su
cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas:
sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que
perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron
despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito de Alcudiel, que a la
mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de
las ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de
las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca;
blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este
suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del
Monte de las ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que
viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos
de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de
la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y,
caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer
hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y
arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.