El término de distopía funciona
como antónimo de utopía y fue acuñado por John Stuart Mill a finales del siglo
XIX. Ambas palabras conforman dos extremos opuestos. Mientras la utopía hace
referencia al lugar donde todo es como debe ser, al margen de que tal sistema
optimista aparezca como irrealizable en el momento de su formulación, la
distopía o antiutopía, es el reverso de lo ideal y designa una sociedad
ficticia indeseable en sí misma. La sociedad distópica discurre en un futuro
cercano y está basado en las tendencias sociales de la actualidad pero llevadas
a extremos espeluznantes y apocalípticos.
Sociedades totalitarias,
represivas, deshumanizadas, afectadas por grandes sistemas tecnológicos y
mecanismos de control, donde las libertades son encarceladas y anuladas, donde
los sujetos son manejados y manipulados a formar parte de un engranaje,
omnipresente y cruel, son algunas de las características que regulan estos
relatos. Las distopías sirven como críticas sociales en la medida en que
reflejan como grandes espejos los sitios más oscuros e indeseables del
desarrollo de la humanidad. Son sátiras que con sus imágenes advierten sobre
los peligros a los que conducen los extremos y que están ahí para alentar a los
sujetos como portadores del cambio que es necesario emprender para torcer el
rumbo de sus destinos.
“una distopía es, ante todo, una
hipérbole; esto es, una exageración retórica deliberada que tiene por finalidad
patentizar o visibilizar su objeto; en este caso, las tendencias totalitarias,
tecnocráticas y deshumanizadoras. Es también una prognosis, una anticipación,
un ejercicio futurista. Lo exagerado no se ubica en el presente sino en el
porvenir, un porvenir hipotético ciertamente, pero posible, y, más aún,
probable. Reviste, asimismo, un carácter admonitorio. Es una exageración
esclarecedora cuya última ratio es el aleccionamiento y la exhortación.
“la distopía es literatura
política, es crítica social, es un arma cargada de futuro. Excepto su carácter
ficcional, comparte con la historia el intento de redimir el tiempo por venir.
Pero su naturaleza ficcional es sólo una licencia poética para lograr un mayor
efecto. Mostrándonos lo que podría llegar a suceder, nos impele a arrancar de
raíz los elementos autoritarios y totalizadores que, bajo la apariencia de una
maleza inofensiva, crecen y se propagan en la actualidad. La distopía nos da a
probar el fruto amargo de una semilla que ya ha sido plantada”.
La ciencia ficción en la literatura:
De la utopía a la distopía
Nada tiene, pues, de extraño que
haya un ambiente propicio para la distopía, un sentimiento contrautópico
generalizado, una sensación de desánimo, de pesimismo, de unánime desencanto.
El elemento que refleja mejor ese ambiente es, como en el origen del género, el
material imaginativo. El reino de la distopía ha sustituido, en la imagen de
los fabuladores, el sueño de la utopía, y ha disuelto su deseo inicial en la
desesperanza.
Como género literario, la ciencia
ficción surge a partir del triunfo
aparente de la Revolución Industrial y la consiguiente estela de
invenciones y descubrimientos que parecen refrendar la omnipotencia de la
ciencia y la técnica. Verne y Wells son los precursores de un movimiento en el
cual el progreso posibilita la utopía; en sus obras, los viajes a través del
tiempo y del espacio no sólo parecen factibles, sino inminentes. No obstante,
en este contexto pueden encontrarse algunas obras discordantes, en las cuales
el porvenir no promete el bienestar de la humanidad entera sino, por el
contrario, su sometimiento absoluto a manos de una elite dominante. Esta
perspectiva se ejemplifica en El talón de hierro, de Jack London. Escrita en
1908, la novela se aleja de los relatos de aventuras fantásticas o prodigios
científicos, optando más bien por narrar el advenimiento de un futuro violento
y atroz.
Con todo y sus defectos, la obra de London
resulta notable al prever tanto el auge del totalitarismo fascista como la
creciente influencia de los oligopolios en la economía. Pero sobre todo
representa la primera distopía literaria, esto es, la primera novela en la cual
las fábulas optimistas de las utopías pasadas ceden su lugar a un futuro
disfuncional y caótico. Traicionada la fe en el progreso, la desesperanza, la
amargura y el temor se volverán los sentimientos predominantes en casi todas
las obras sobresalientes dentro del género de la ciencia ficción a lo largo del
siglo xx.
Mientras que las utopías clásicas
eran por definición lejanas e inexistentes, las distopías se presentan de una
manera mucho más concreta y precisa al imaginar en un futuro cercano el
recrudecimiento de las más preocupantes características del presente.
Lo que proyectan hacia el futuro
no revierte en una imagen idílica, ni siquiera aceptable, del presente, sino
que lo que hacen es proyectar tendencias o realidades ya existentes e
indeseables, sin que por ello estén propugnando la vuelta al pasado ni
justificando el presente. Si una de las principales funciones de la utopía es
[…] la crítica constructiva del presente a través de la imagen de una
alternativa ideal, presente o futura, el mismo papel crítico puede jugar la
distopía, extrapolando tendencias presentes.
La ubicuidad de los sistemas de video
vigilancia en las metrópolis modernas; el uso de una jerga pseudotécnica por
los publirrelacionistas privados o gubernamentales, ejemplificada por una serie
de eufemismos y neologismos abstractos; la banalización de la vida pública,
aunada a una visión hedonista y superficial difundida y apuntalada por una
sociedad ya no de consumo, sino más bien de hiperconsumo («El buen ciudadano es
el buen consumidor, y el inconformista aquel que no se deja bombardear y
convencer por la publicidad», dice López Keller); la censura y restricción de
ciertas ideas y movimientos que cuestionan el statu quo en algunos países 3, en
fin, son sólo algunas de las más graves tendencias anunciadas por los
distopistas más significativos que claramente han acertado en sus predicciones
literarias.
Quizá la predicción más oscura haya sido el
auge de estados totalitarios que ejercen un control absoluto sobre sus
ciudadanos mediante la ideología, el terror y la fuerza, como se lee en 1984 de
George Orwell y Nosotros de Yevgeny Zamyatin. La naturaleza de los regímenes
totalitarios en estas y otras obras es heterogénea. 1984, por ejemplo, refleja
los brutales excesos del estalinismo de la época imaginando un aparato
gubernamental omnipresente y omnipotente. En la novela antes citada de London
el control recae más bien en un grupo de corporaciones, «la oligarquía», la cual
se encarga de ir eliminando a los pequeños y medianos empresarios y reducir a
los agricultores a un estado de virtual servidumbre. El poder y la corrupción
de las grandes corporaciones privadas es también un tema fundamental en las
obras de Philip K. Dick como ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?4 o
Ubik, entre otras. En contraste, en La naranja mecánica de Anthony Burgess el
poder e influencia del Estado son más bien limitados, lo cual posibilita la
existencia de grupos de violentos criminales como Alex y sus drugos.
Finalmente, en casi todas estas obras los temas recurrentes son la alienación y
la soledad, la violencia sutil o manifiesta en diferentes niveles, y la
existencia de un sistema que engulle individuos y vomita partes, componentes deshumanizados,
despojados de sus personalidades y características esenciales.
La tecnología y la ciencia, que
antes parecían ser la respuesta a todos los problemas de la humanidad,
adquieren con el paso del tiempo una connotación mucho más negativa. En vez de
liberar a la humanidad, la esclavizan. Dentro de la ciencia ficción mainstream
surgen corrientes o subgéneros que exploran más a fondo esta mecanización y
(una vez más) deshumanización de la sociedad. William Gibson, uno de los padres
fundadores del cyberpunk, acuña el término ciberespacio, «una alucinación
consensual experimentada por millones de usuarios», una realidad alterna que
tiene más de pesadilla alucinante que de sueño utópico.
El optimismo inicial de las
utopías clásicas por el triunfo de la ciencia en la lucha contra la adversidad
es cosa del pasado. Nadie fantasea ya con los autos voladores que aparecen en
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? / Blade Runner, pero todos podemos
constatar la catástrofe ambiental que ahí se describe (y la megacorporación
Tyrell tiene sus propias encarnaciones actuales). Las colonias en la Luna, tipo
2001, una odisea espacial, se vislumbran hoy tan lejanas como cuando Arthur C.
Clarke escribió la novela. La longevidad humana no se ha prolongado ni un día,
el cáncer y demás enfermedades siguen cobrando millones de vidas, y en fin,
pareciera que la ciencia ha fracasado en cumplir los objetivos más importantes
que muchos le habían asignado. Pero por otra parte, resulta tan evidente como
lamentable que las capacidades nocivas de la industria en numerosas áreas sí
han avanzado a pasos agigantados.
A través de la historia reciente de la
literatura y la filosofía, el tránsito de la utopía a la distopía resulta
significativo: mientras que la primera buscaba ilustrar una civilización ideal
al contrastar sus características con los valores de la imperfecta sociedad
actual, la distopía tiene por objetivo primordial advertir sobre los peligros
del sistema, o bien, denunciar y criticar el rumbo tomado por el statu quo. La
utopía era un sueño, tan deseable como imposible; la distopía, la realidad
inminente, un castigo que nos acecha tras las máquinas modernas como respuesta
a nuestras ambiciones desatadas. Los mejores y más nobles propósitos no bastan
a la hora de hacer realidad aquel «paraíso terrenal» que proponían las utopías
de los siglos pasados; por el contrario, nos acercan a algo que se parece más
al infierno. Es por ello que la incredulidad, el sarcasmo y el pesimismo
prevalecen en las mejores obras de ciencia ficción del siglo xx.
La ciencia ficción abandona, pues, la
utopía y se traslada a la orilla opuesta, la de la distopía: ahogada la fe en
la humanidad en un mar de tragedias, con la ciencia y la técnica al servicio
del hombre únicamente para someter o destruir a sus semejantes, el pesimismo se
vuelve una certeza: nada bueno nos depara la quimera del progreso, cada nuevo
descubrimiento, cada innovación tecnológica vendrá aparejada de una nueva
catástrofe en potencia, un arma, una sustancia, una estrategia para el
sometimiento de millones a manos de unos cuantos. «El espíritu de la distopía
es generalizado como lo fue en su momento el de la utopía», escribe Luis Núñez
Ladeveze. Así las cosas, no resulta insólito que, en la ciencia ficción, hasta
los androides se hayan vuelto paranoicos.
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