LA ERA VICTORIANA
La época victoriana fue de gran actividad comercial, financiera e
industrial. Diversas circunstancias fueron especialmente favorables a los
esfuerzos ingleses. La Revolución Industrial la había adelantado a sus rivales
del continente europeo, ya que contaba en su propio territorio con las materias
más necesarias. La estabilidad política confirmó esa supremacía. Al no
impedirse que el esfuerzo tuviera éxito, el proceso parecía ajustarse al
derecho, y la ciencia (si lo es) de la economía política hizo grandes progresos
en esta su época clásica, desde los Principios de Ricardo hasta los de J. S.
Mill.
Los poetas victorianos, como los novelistas, se enfrentaban a una
sociedad muy cambiada frente a la que describían los románticos: casi podían
palpar cómo cambiaba la estructura de clases; la clase media iba tomando
posiciones cada vez más influyentes frente a la antigua aristocracia y
comenzaba a introducir un nuevo sistema de valores; ya nadie podía ignorar el
proceso de industrialización ni sus secuelas de contaminación y miseria; la fe
religiosa se veía amenazada por los descubrimientos geológicos y biológicos y
por un espíritu de escepticismo que se volvía contra la Biblia.
Es demasiado simple decir que los primeros victorianos hicieron un
mundo de su crisis religiosa. El vacío espiritual hoy apenas significa nada
(aunque algunos lampan por extraños terrenos para llenarlo). Sin embargo, los
primeros que vieron cómo su fe iba desapareciendo vivían inmersos en una
comunidad creyente, una comunidad que profesaba abiertamente sus creencias y en
la que representar una vanguardia intelectual no resultaba nada cómodo.
Mientras que el ateísmo de Shelley asesta un duro golpe al cristianismo
convencional, las dudas convierten al victoriano en un reincidente sin ganas,
en alguien que se debate entre problemas espirituales, alguien melancólico y
añorante de lo que ha perdido y que los demás aún conservan. Más que como
liberación, la falta de fe se vive como una pérdida.
Parte de la vitalidad con que nos salpican las páginas de las novelas
victorianas se debe a la nueva concepción que ofrecen del mundo. Gran Bretaña
dejaba de ser un país rural y se transformaba rápidamente en una sociedad
urbana, proceso terrible y emocionante a la vez por las consecuencias y las
potencialidades que implicaba. Además, el tren iba descubriendo todos los
rincones de la isla, que despertaban la curiosidad y admiración de los
ciudadanos. Si antes el ámbito en el que discurría la vida de la gente era de
unos quince o veinte kilómetros a la redonda, ahora este ámbito se multiplicaba
por diez. Grupos enteros de población se desplazaban, geográfica y socialmente.
En las nuevas ciudades industriales, que no solo eran nuevas, sino que
representaban un nuevo modelo de ciudad, la gente se enriquecía y se arruinaba
en cuestión de meses. Los milagros empresariales afectaban a todo el mundo, no
solo a los nuevos capitalistas o a la fuerza trabajadora, y todos se bandeaban
año tras año entre la confortable prosperidad y la inanición.
La nueva religión de los nuevos capitalistas era el laissez-faire,
normalmente denominado economía política o benthanismo. Inicialmente para los
victorianos las nuevas doctrinas económicas, que abogaban por una economía de
mercado sin restricciones y la total libertad del empresario (pero no del
sindicalista), constituían dogmas de fe tan incuestionables como los que
emanaban del púlpito; las leyes siderúrgicas no admitían refutación posible. Y
el nuevo empresario, que divulgaba estas leyes y se aprovechaba de ellas, venía
a ser el héroe nacional, el equivalente moderno del filibustero isabelino.
Evidentemente para los intelectuales la época era muy distinta y mucho
menos atractiva. La crisis religiosa, que en 1867 se convirtió en objeto de
debate popular con El origen de las especies de Darwin, ya la habían librado en
su interior escritores como Tennyson o George Eliot años antes. Al asomarse a
la Inglaterra victoriana Matthew Arnold vio un horrible patio en el que jugaban
bárbaros y filisteos. John Stuart Mill vio la degradación de las clases
trabajadoras y el sometimiento de las mujeres.
Se denomina literatura victoriana a aquella producida en el Reino
Unido durante el reinado de Victoria (1837-1901). La denominada era victoriana
constituye en la historia de Inglaterra y en la de Europa una etapa cultural
importantísima. Es el gran momento de Inglaterra, si bien no alcanza el
brillante esplendor del período isabelino y jacobino ―la muerte de Lord Byron
señala el ocaso de una edad heroica―.
Las características esenciales de aquella época son: una indiscutible
preocupación por la decencia, con la consiguiente elevación del nivel moral; un
creciente interés por las mejoras sociales y el despertar de un fuerte espíritu
humanitario; cierta satisfacción derivada del incremento de riquezas, de la
prosperidad nacional y del inmenso desarrollo industrial y científico;
conciencia de la rectitud, y un sentido extraordinario del deber; indiscutible
aceptación de la autoridad y de la ortodoxia; notable carencia de humor. La era
victoriana es época de transformaciones políticas y sociales, inquietudes
religiosas, firme trabazón moral, expansión rapidísima del comercio inglés y
culminación de la Revolución Industrial.2
En líneas generales, la literatura británica, a diferencia de la
francesa, consta, ante todo, de individuos y no de escuelas.
En literatura, el largo reinado de Victoria es uno de los más
gloriosos de la historia inglesa.4 La era victoriana cubre prácticamente desde
el Romanticismo hasta finales de siglo, y representa literariamente un cambio
de estilo en un sentido realista. La fecha fronteriza entre el Romanticismo y
la era victoriana es el año 1832. En realidad, Victoria no ascendió al trono
hasta 1837, pero en 1832 moría Walter Scott; Keats, Shelley, Byron y Hazlitt ya
no existían; Coleridge y Lamb estaban llegando al fin de sus días, y
Wordsworth, aunque viviría aún bastantes años, había escrito ya lo mejor de su
producción. A la vez, aparecían los primeros volúmenes de Tennyson, el futuro
poeta laureado representante de la poesía victoriana. Aunque de hecho perduraba
el Romanticismo, su energía creadora estaba agotada, y la literatura buscaba
otras fuentes de inspiración. En las alternancias rítmicas del fenómeno
literario, la reacción psicológica contra los excesos del Romanticismo
inclinaba el gusto hacia la concreción y el orden. Después del reinado de la
emoción y de los sueños y las tempestades del alma romántica, empezaba a
manifestarse una época razonadora y realista, que emparentaba mejor con la
actitud mental del siglo XVIII4 (el siglo de las luces). La nota predominante
era la racionalización del impulso literario. Ante los postulados del
Romanticismo, los escritores victorianos consideraron la verdad concreta como
uno de los motivos esenciales de la creación literaria. En consecuencia, su
tono de expresión general fue el realismo; y, en conjunto, se preocuparon más
que sus antecesores románticos por la perfección estilística y la organización
formal de la obra de arte.
Brillante en poesía y rico en pensamiento, el victoriano es un período
en que la novela aparece en su máximo esplendor, floreciendo también en él un
grupo de eminentes mujeres novelistas. Además, hacia 1860, el teatro
experimenta una renovación saludable.4 Más adelante, a partir de 1875, las
influencias francesas fueron preponderantes5 en el esteticismo del ensayista
Walter Pater y, sobre todo, en la obra poética, narrativa y dramática de Oscar
Wilde.5 Por su parte, la poesía del novelista Thomas Hardy habría de esperar al
siglo XX para ser valorada5 en su justa medida. En la novelística, destacarían
en ese último período victoriano los nombres de Samuel Butler, George Meredith
y, sobre todo, Robert Louis Stevenson, Arthur Conan Doyle5 y Bram Stoker,
maestros respectivamente de los géneros de aventuras, policíaco y de terror.
Panorama de la narrativa inglesa a lo largo del siglo XIX.
El reinado de la reina Victoria fue la Edad de Oro de la novela
inglesa. Fueron varios los escritores cualificados para pretender la supremacía
artística a base de méritos muy diferentes.309 En los primeros años del reinado
las novelas reflejan la confianza de la gente normal y corriente, más que las
dudas y el abatimiento de los intelectuales. Nadie como Charles Dickens, el
primer novelista de la época victoriana y su favorito, ha retratado en sus
obras el paso que se vivió en la época: del exuberante optimismo al asco y la
desesperación.310 El sentido social, las esencias culturales producidas por el
choque con esa realidad que llamamos vida, y los frutos del esfuerzo que los
ingleses del siglo XIX hicieron para ser lo que tenían que ser, sí aparecen
claramente en las obras escritas por los novelistas de la época. Pero como
ninguna transformación de la vida deja de ir acompañada por el sufrimiento,
tampoco se libró de él esta etapa, y la dirección de las energías y propósitos
de los victorianos, por muy constructivos que fueran sobre todo en su aspecto
externo, fomentó la agresividad y el afán de dominio, y supeditó el trabajo
humano a fines no siempre honrosos. Charles Dickens fue el novelista que acusó
con singular eficacia crítica las grietas y defectos del edificio aparentemente
compacto de la sociedad victoriana.
La variedad y el vigor excepcional de la novela inglesa de mediados
del siglo XIX se debió al interés con que los escritores se aplicaron a dar
forma artística a los modos de vida, distintos y cambiantes, de la sociedad en
que vivían. Quizá sus obras no parezcan bien acabadas, debido a la costumbre
generalizada de publicarlas por entregas; pero su espontaneidad creadora y su
alcance son comparables a la explosión dramática del período isabelino. Por
primera vez en la historia, la novela se convierte en el género literario
dominante en Inglaterra, y el hecho de que fuera el vehículo más adecuado para
el estudio psicológico y sociológico de las realidades humanas atrajo a muchos
de los grandes creadores de la época.
Así pues, la época victoriana fue, sobre todo, la del auge y expansión
de la novelística inglesa. Su mayor representante, y uno de los autores más
célebres de la literatura universal, fue Charles Dickens, a cuyo nombre hay que
sumar los de otros autores no menos destacados como William Thackeray, Anthony
Trollope o George Eliot. Un brote original y diferenciado, más afín al
temperamento romántico, surgió en las novelas de las hermanas Brontë. La novela
social estuvo representada por Elizabeth Gaskell y Charles Kingsley, y la
narrativa histórica por las obras del barón Edward Bulwer-Lytton, mientras que
los novelistas más relevantes de los que intentaron prescindir de incidentes
sensacionalistas, falsas emociones y convenciones melodramáticas para captar los
tonos vitales que experimenta la gente normal en su vida más cotidiana fueron
George Eliot y Anthony Trollope.
Dickens y Thackeray fueron amigos personales, si prescindimos de una
desgraciada incomprensión; los dos eran humoristas, sentimentales, reformadores
y de la misma clase social: la clase media. Pero el humorismo de Thackeray se
inclinaba a los juegos de ingenio, y el de Dickens a la farsa; el
sentimentalismo de Thackeray estaba refrenado por su "cinismo",
mientras que el de Dickens rebosaba; Thackeray usaba la ironía contra las cosas
malas, pero Dickens enronquecía de gritarles; Thackeray puso en sus libros a
gentes que conoció, pero Dickens descubrió al cockney.
La Inglaterra del siglo XIX fue prolífica en mujeres novelistas,
algunas de las cuales hicieron aportaciones de importancia cardinal para el
arte.315 Las Brontë con su interpretación de las pasiones, y George Eliot con
su penetración psicológica, trajeron al arte dos factores nuevos que han
seguido predominando.
En la época también escribían figuras como Benjamin Disraeli, Frances
Trollope, Harrison Ainsworth, Mrs. Oliphant, Wilkie Collins y muchos otros. Sus
obras fueron publicadas y traducidas en toda Europa y en América y basta echar
una ojeada a los periódicos europeos para ver con qué tristeza recogieron la
muerte de Dickens y para comprobar, por tanto, el lugar tan especial que
ocupaban los novelistas ingleses entre los lectores extranjeros y en la
tradición que iba retoñando en Francia, Italia, España y sobre todo en Rusia.
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