De un modo bastante general, la ironía consiste en afirmar
expresamente lo contrario de lo que se piensa o, dicho de otro modo, dar a
entender lo contrario de lo que se dice; de este modo, hacemos pasar por
verdadero un enunciado que es evidentemente falso. Además, para que funcione la
ironía es necesaria la complicidad entre el emisor y el receptor del mensaje,
quien debe ser capaz de ser decodificarlo. Debido a esta duplicidad de
sentidos, es posible decir que la ironía funciona en dos planos: uno visible
(el literal) y otro “soterrado” (el connotativo); el primero es el sentido
textual del enunciado en tanto que el segundo, lo que queremos dar a entender.
Entonces, en la ironía, al decir una cosa opuesta a lo que
se piensa, se genera un desplazamiento del sentido y una fractura en la lógica
del discurso, desde lo literal a lo connotativo: la ironía interviene
súbitamente; emerge y rompe la secuencia lógica, marcada por el plano literal
del enunciado, que se ha ido construyendo a lo largo de un (con)texto. Y allí
radica precisamente su efecto y contundencia: al hacer pasar por verdadero algo
que no lo es, permite subvertir una valoración que previa y tácitamente se le
ha endosado a un “objeto”. Si toda comunicación implica la aceptación tácita de
ciertos códigos implícitos entre emisor y receptor, pues entre esos códigos se
encuentran también las valoraciones, juicios y prejuicios culturales
compartidos. La ironía puede ser corrosiva y subversiva gracias precisamente a
su “factor sorpresa”: emerge en el discurso para poner en entredicho el sentido
y desplazarlo de un “centro” que creemos que le corresponde por naturaleza. De
este modo, logramos revelar el carácter contingente de su valoración y nos abre
la posibilidad de invertirlo.
Es, pues, un mecanismo que opera con distancia crítica
siempre en el plano del discurso; es decir, un enunciado no es irónico per se:
debe inscribirse siempre en un contexto comunicativo donde se haga dialogar y
poner en entredicho la valoración a dicho “objeto” referido por la ironía.
De otro lado, la sátira y la parodia, aunque parecen
coincidir en sus formas discursivas, han sido usualmente confundidas en su
finalidad: subvertir el valor legitimado por un sector dominante de una cultura
que impone su estética y su ideología. Visto así, ambas parecerían siempre
reacciones contra lo hegemónico. Sin embargo, Linda Hutcheon (2000), plantea
una definición que resalta sus semejanzas y evidencia sus diferencias.
La semejanza podría definirse en dos planos: el de la
función y el de la representación. En cuanto a su función, la semejanza radica
en que tanto la sátira como la parodia toman distancia crítica hacia el objeto
representado y, por tanto, implican juicios de valor. De allí la histórica
confusión de ambas o, más precisamente, la identificación de una con otra.
Apunta Hutcheon que, tradicionalmente, la función de la parodia fue ser
maliciosa y un denigrante vehículo para ejercer la sátira (ojo: una funcionaba
como herramienta de la otra). Sin embargo, desde el siglo XIX, se pueden
rastrear otras funciones alejadas de la ridiculización que desafían y ponen en
cuestión dicha definición (2000: 11). De otro lado, en cuanto a su
representación, ambas emplean la repetición de las formas de los objetos en
otro (con)texto discursivo. Es decir, comparten la imitación formal y la
alusión de un objeto en una nueva representación discursiva: copian o imitan la
forma de un “texto” (entre comillas, puesto que no necesariamente se encuentra
en el plano de la escrituralidad) y la reinsertan en otro (con)texto.
Por otro lado, ahí donde surge la semejanza, brota a su vez
la diferencia. ¿Qué hace entonces que la sátira y la parodia no sean lo mismo?
Para Hutcheon, por un lado, la sátira desnuda los excesos, vicios y taras del
objeto aludido mediante la risa ridiculizante y la burla. Mediante la imitación
formal, se exageran aquellos rasgos y se les evidencia públicamente (una caricaturización
grotesca). En cambio, la parodia posee un grado de sofisticación mayor al ser
una síntesis bitextual, pues su sentido necesariamente opera en dos planos: uno
superficial, que es el de la imitación formal (la referencia directa al objeto
aludido), y uno profundo, que implica una recontextualización de dicha forma
aludida (y su background de sentido) en un nuevo orden. De allí que la ironía y
la parodia sean más afines entre sí que la parodia y la sátira. Y es en este
juego en el que se desarrolla la diferencia de su finalidad (que Hutcheon
denomina ethos por no encontrar una palabra más adecuada, pero cuidando evitar
que sea identificada con el sentido aristotélico). Para el caso de la sátira,
al adoptar ésta un lugar de enunciación distante para ejercer una declaración
negativa de dicho objeto y poner en ridículo sus vicios y excesos, busca una
“mejora” en un plano social y moral. Es decir, los alcances de la sátira
pretenden ser colectivos, su crítica, mediante la ridiculización, busca denunciar
sus excesos y trascender lo individual para corregirlos. Por su parte, la
parodia es una forma de imitación caracterizada por una inversión irónica que
no siempre ocurrirá a expensas del texto parodiado, es decir, será una
repetición formal pero con distancia crítica, marcada más por la diferencia que
con la similitud al objeto, pero sin ninguna pretensión moral. Su crítica no
pretenderá dirigir el objeto hacia la corrección y la mesura. No necesita estar
presente la burla o ridiculización para ser denominado parodia. Mediante el
acto irónico, se superponen ambos planos de representación arriba mencionados y
se genera un nuevo sentido.
Fredric Jameson (1999) hace una distinción similar entre la
parodia y el pastiche. Para él, ambos implican la imitación o el remedo de
otros estilos destacando sus manierismos, pero la parodia se aprovecha del
carácter de estos estilos y se apodera de sus idiosincracias y excentricidades
para producir una burla del original, mientras que el pastiche es “una parodia
vacía, una parodia que ha perdido su sentido del humor” (20); es decir, pura
imitación estilística. Sin embargo, Hutcheon rebate este concepto siguiendo las
ideas del Genette de Palimpsestos, pues sostiene que la parodia, burlesca o no
(y ya hemos visto que la parodia no tiene por qué serlo) dialoga con los textos
a los cuales parodia y produce una transformación de su sentido, en tanto que
el pastiche es solamente imitativo (Hutcheon 2000: 38).
De allí que Hutcheon, sin afirmarlo enfáticamente, está de
acuerdo con los postulados de los formalistas rusos sobre el rol de la parodia
en la evolución de las normas literarias (idea que proviene de una larga
tradición de la crítica literaria marxista): “La parodia ha sido vista como una
sustitución dialéctica de los elementos formales cuyas funciones se han vuelto
mecanizadas o automáticas. En este punto, los elementos son
“refuncionalizados”, para usar su término. Una nueva forma se desarrolla a
partir de una anterior sin llegar a destruirla, pues solo su función ha sido
alterada. Por lo tanto, la parodia se convierte en un principio constructivo en
la historia literaria”
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