Carlos
Real de Azúa indica que la literatura de nuestro país empezó siendo una
“literatura en el Uruguay”, paso a paso, a golpes de intervención, a
iluminaciones esporádicas, esa literatura pasó a ser “literatura
uruguaya”.
Esto
no significa que ni todas sus obras ni sus autores hayan de ser entendidos como
“portavoces” de una “sociedad uruguaya”.
Las
obras literarias expresan y revelan, por intermedio del autor distintos
aspectos de la comunidad que él representa, así como realidades del suelo
histórico-social en el que el autor se mueve y hablan a través de su
obra. Sin dejar de mencionar una tradición literaria de alcance
universal, por ejemplo, las distintas corrientes, escuelas o modas que se
reflejan en las distintas manifestaciones del arte. Además de las
presuntas “leyes”, como normas del “género” que puedan estar pesando en el
autor.
Todos
estos estilos, escuelas produjeron un impacto en nuestra literatura, tal como
sucedió en las otras comunidades de América Latina.
En
sus comienzos debería hablarse de una “literatura rioplatense”. Desde
1830, dos naciones, las dos orillas del Río de la Plata, anudaron sus
sociedades en estrechos vínculos sin mirar fronteras. En realidad, hasta
el tercer tercio del siglo XIX puede hablarse con más propiedad de una literatura
rioplatense que de argentina o uruguaya.
Difícil
es saber cuando comienza una literatura, y la uruguaya no escapa a esta
ley. Carlos Maggi nos indica que a principios de nuestra historia,
hacia el siglo XIX, lo que es hoy nuestra república era todavía un territorio
casi desierto y bárbaro: una subcolonia lateral de Buenos Aires.
No
podía hablarse entonces de literatura propiamente dicha. Señala Maggi que
la función del crítico consiste en descubrir los valores donde allí estén,
ordenarlos y ponerlos de manifiesto, y en nuestro caso sucede que, por lo
regular, hay más y mejor literatura, literatura más aprovechable, en los
escritos políticos, históricos y científicos de la época. Caso de Perez
Castellano y de Larrañaga, en ensayos, memorias, cartas y apuntes.
Maggi
destaca “El viaje de Montevideo a Paysandú” de Dámaso Antonio Larrañaga como
una de esas obras que logra ser buena literatura sin proponérselo. Dice
Maggi que la prosa de Larrañaga, en su fluir, cumple con casi todas las
exigencias de claridad, funcionalidad, concisión y efecto, con mesurada
progresión, una vivencia, hasta culminarla en el momento final: el encuentro
con Artigas.
EDUARDO
ACEVEDO DÍAZ – LA NOVELA HISTÓRICA
Eduardo
Acevedo Díaz escribió nuestros orígenes en cuatro novelas históricas, donde el
autor funde lo nativo y lo heroico (“Lanza y
Sable”, “Nativa”, “Ismael” y “Grito de Gloria”).
Acevedo
Díaz confesó una acendrara devoción por Homero, cuya influencia se descubre en
muchos elementos de su estilo. Bajo esta inspiración compuso su serie
de novelas históricas, también llamadas “épicas” en tanto se constituyen
en la gesta de nuestra patria.
Jorge
Albístur nos indica que el siglo XIX es llamado todavía “el siglo de la
novela”, este género fue uno de los predilectos en el romanticismo que señala
lo imaginativo y ficcional, como dos rasgos definidores de la creación
novelesca. La novela romántica fue sustituida por nuevas
corrientes: el realismo, que procura un mayor acercamiento a la verdad.
Si
bien el romanticismo y el realismo se distinguen bien en teoría, no es fácil,
ante un texto literario determinado, señalar dónde está la peculiaridad de uno
u otro. Sucede con los novelistas franceses: Víctor Hugo,
Balzac. Se sitúa a Honorato de Balzac como iniciador del realismo,
ero estudios más recientes lo ubican como el último de los románticos y el
primero de los realistas.
Este
cruce de corrientes se observa en Acevedo Díaz, quien hereda mucho de la novela
francesa. Señala Albístur que Acevedo Díaz “concibe como un romántico”
y “ejecuta como un realista”. Es decir en sus argumentos,
especialmente en la pintura de sus parejas de enamorados, el romanticismo es
dominante; en tanto en la observación, en la selección de detalles (por
ejemplo: cuadros de guerra) aparece como un realista.
La
convivencia de fantasía y verdad es, por lo tanto, familiar en la narrativa del
siglo XIX. Pero si la novela hermana estos polos, en apariencia
“opuestos”, ocurre mucho más en la llamada “novela histórica”.
Dice
Jorge Albístur que la novela histórica, es, en términos absolutos, un género
imposible: “novela implica imaginación” – “historia veracidad”.
La
novela histórica fue una tentación permanente en los autores del siglo XIX,
Balzac en su “Comedia humana”; Víctor Hugo “Noventa y Tres”;
Tolstoi “Guerra y Paz”. Todas estas obras tienen algo común: la
perspectiva desde la cual el novelista aborda a los hechos verídicos. Se
tratará, siempre, de prudente atribución del papel protagónico a un personaje
ficticio, en tanto el gran personaje conocido aparece, con su verdad
inmodificable, dominando desde allí. No es difícil comprender que, si en
una novela de Acevedo Díaz, el protagonista fuese Artigas, estaríamos leyendo
un estudio sobre un período de la historia nacional, pero no una novela.
La documentación trabaría al creador, reduciendo su libertad de imaginar.
Acevedo
Díaz meditó cuidadosamente sobre estos y otros problemas de la novela
histórica. Le parece que las sociedades nuevas deben comenzar por
conocerse a sí mismas. Es forzoso, dice, recurrir al origen, estudiar el
medio en que se desarrolló el embrión de la patria y “trazar páginas literarias
que sean el fiel reflejo de nuestros ideales, errores, hábitos y
preocupaciones, resabios y virtudes”.
La
novela histórica tiene, a su juicio, una función didáctica. Es
consciente, naturalmente, que el escritor no puede resignar su condición de
tal. No debe hacerlo, según se desprende de estas otras palabras: “a
nuestro juicio, se entiende mejor la historia en la novela que en la novela de
la historia. Por lo menos, abre más campo a la observación atenta, a la
investigación psicológica, al libre examen de los hombres descollantes y a la
filosofía de los hechos”. He aquí como, para Acevedo Díaz la
imaginación novelesca aparece como el auxiliar invalorable en el conocimiento
de la verdad
INTRODUCCIÓN A
“EL COMBATE DE LA TAPERA” (por Hugo Riva, Ediciones de la Banda Oriental, 1986)
Este
relato publicado por primera vez en “Tribuna de Buenos Aires, el 27 de Enero de
1892, puede ubicarse cronológicamente entre “Ismael” y “Nativa” y antes de
“Grito de Gloria”; pero aunque pudo pertenecer a ellas, no fue incluido
en ninguna de sus obras, lo que implica marcar su independencia de la
historicidad presente en el ciclo épico de Acevedo Díaz. No obstante, alude
el autor desde su comienzo a un combate concreto: el del arroyo Catalán,
donde las fuerzas portuguesas al mando del Marqués de Alegrete derrotaron a los
orientales dirigidos por Andrés Latorre; el suceso acaeció el 4 de Enero
de 1817, pocos días antes de que Lecor ingresara triunfalmente a Montevideo.[1]
La
obra que nos ocupa constituye una resonancia de aquel suceso histórico, que le
otorga un trasfondo de veracidad; esta constituye una condición necesaria
pero no imprescindible, que permitirá comprender la situación y el odio al
enemigo que caracteriza a las fuerzas orientales, dispuestas a llevar a cabo
una hazaña que constituye una suerte de respuesta a lo acontecido en el
Catalán.
Sus
personajes encarnan una fuerza telúrica, casi irracional; defienden sus
vidas y su patria en un impulso que no problematiza causas y condiciones.
El autor confiere relieve a la hazaña posiblemente histórica transformada en
hecho artístico, atento a su finalidad primordial: evidenciar cómo se fue
forjando penosamente la patria, cuántos sacrificios sin halagadoras recompensas
efectuaron por ella masas anónimas de hombres y mujeres, cuyos rasgos se
convierten en ejemplares de conducta no obstante algunos hechos que denotan
crueldad. Acevedo Díaz lo ha expresado con claridad en diversos
pasajes: “Es necesario hacer el relato de lustros sombríos sin calculadas
reservas, para que al fin nazcan ante sus ejemplos aleccionadores los anhelos
firmes a la vida de tolerancia, de paz, de justicia y de grandeza
nacional”. El autor intenta “instruir almas y educar muchedumbres”, aunque
ellas no pertenezcan a su generación; de ahí también el carácter
perdurable de sus obras, en las que sus personajes se adhieren frecuentemente
con un instinto feroz, espontánea y casi irracionalmente, a la tierra que
les da su ser y condición.
La
sobriedad de Acevedo Díaz le evita incurrir en excesos; moviéndose entre
las aguas de lo verosímil, ubica a sus protagonistas en una dimensión humana
que no oculta el anhelo por alejarse de todo falso patrioterismo. Por
ello no procede a su análisis psicológico, aunque este surge espontáneamente
del relato: los presenta y hace actuar en un ambiente concreto, en tanto
esas acciones revelan los entresijos de su alma. Confiere realce a las
fuerzas diezmadas en la acción heroica que llevan a cabo; y aunque su destino
final, insinuado por los cimarrones y los cuervos, no parece poseer
concordancia con el premio deseado para su valentía y denuedo, resta para el
lector – esclareciendo esas sombras – un luminoso concepto del ser humano
cuando actúa bajo la inspiración de elevados sentimientos, en lo que constituye
una realidad innegable y conocida directamente por el autor.
El
patriotismo del novelista no reside en lo que teóricamente pueda, como hombre
culto, exponer; reside para él, también, en ofrecer un relato ágil, ameno
y aleccionador, donde se denote al pueblo oriental luchando por la
independencia y ejecutando acciones memorables. No nos asombra la muerte
de los orientales, casi insinuada desde el comienzo; sí la huída de las
fuerzas portuguesas, lo que constituye su derrota a pesar de que conserven la
vida.
La
muerte de las huestes de Sanabria parece insinuarse en las descripciones
iniciales, inclusive en esa tapera que adelanta la inutilidad de toda
defensa; si bien Acevedo Díaz crea expectativa por la acción de Cata
entre las filas enemigas, lo que permite aguardar un giro en el desarrollo de
los sucesos, ello no modifica la situación sino solamente para oponer la fuga
portuguesa a la espera valiente y denodada de los criollos, donde se siente
latir un coraje puro, desprendido de toda esperanza. El autor
“desbordando lo llanamente costumbrista, funde lo heroico y lo nativo, acordes
fundamentales de su obra”.
Las
descripciones iniciales de la tropa y el escenario del combate responden a la
necesidad de hacer sentir todo lo que aquella constituye y representa: en ese
lugar despliegan sus energías los orientales; su carencia de recursos, si
contrasta con las posibilidades del enemigo, se ve compensada con un fervor
ejemplarizante que estos no poseen. De ahí la grandeza épica del cuento,
que apunta a ese interés nacional ya mencionado, producto de la actitud
creadora de un artista conocedor de la materia que trabaja entre sus manos.
En
el enfrentamiento de las fuerzas antagónicas no encontramos que los criollos,
en su valiente actitud, sientan sobre sí obligación alguna impuesta desde fuera
de ellos mismos; brota desde su misma interioridad, como una imperiosa
respuesta de sus almas, a la manera casi de una vocación de libertad, por el
impulso de luchar una vez más. Hombres experimentados en la guerra
aceptan sin quejarse y sin pedir nada, con absoluta naturalidad, todo lo que
ese combate implica: de ahí el rasgo heroico ejemplarizante que otorga mayor
verosimilitud al relato, acentuado por una actitud personal y de conjunto que
no le hace pensar en la posibilidad de una vida posterior a la que
arriesgan. Ha expresado Rama que la clave de la creación acevediana
reside en la ausencia de Dios, o más exactamente en la búsqueda
sustitutiva de nuevos absolutos (la patria, por ejemplo).
Pero
acotaríamos, una vez más, que esta noción es experimentada instintivamente, sin
racionalizaciones previas, más como producto que como presupuesto de su mismo
accionar; ello permite justificar que la conclusión del relato surja como
la culminación necesaria, en cierto modo lógica, de una vida heroica.
Dos
núcleos narrativos y un personaje central
Efectuada
una simple lectura del cuento se desprenden dos hechos centrales, vinculados a
nuestra anterior exposición: la muerte del Capitán Heitor y la de Cata y
Sanabria. En torno al primero encontramos el desarrollo y la peripecia
del relato, que conducen ala conclusión, y configura una trama sentimental no
explicitada pero vigente. Ambos momentos reconocen un hilo conductor:
Cata, personaje que lleva a cumplimiento sus acciones preponderantes, inspirada
por un odio y amor extremos, intensos, que la impulsan a la realización de
esfuerzos tan expresivos y reveladores.
Ella
pertenece a esos personajes que son, recordando palabras de Zum Felde, “de una
encarnadura concreta y propia, arrancados a la realidad viva del medio, de una
veracidad fiel a la observación y al documento”. Es, al decir del
mencionado crítico, “la vida nativa expresada en su autenticidad sustancial”.
El
propio Acevedo Díaz se refiere en otras páginas a este tipo de mujeres: “Eran
sencillamente rudos dragones, hábiles en el manejo del caballo y de la lanza o
el sable, vestidas de hombres y capaces de ejecutar en las horas de prueba los
mismo actos de un esforzado varón”. Como sus compañeros, “poseían la
pasión del valor” y estaban impregnadas de “odios santos, sensualismos y
amores” que impulsaban sus acciones” (“Ismael”).
Ella
ultima a Heitor en una acción tremenda – síntesis y culminación de las
anteriores – que impresiona al lector, aunque no torna repulsivo al
personaje; se enmarcan sus hechos con dos frases expresivas, propias de
quien ha vivido con intensidad, “con pasión y con divisa”, las luchas por la
patria. Al hacerlo, el autor otorga relevancia a esas actitudes que
resultan reveladoras del “odio santo” al que aludíamos; no corresponden
largas parlamentos sino la mención escueta pero casi minuciosa de los
principales acontecimientos; y el autor, fiel a las exigencias propias de
la creación, responde a ellas en acertada técnica narrativa.
El
penoso esfuerzo de Cata por llegar hasta el Capitán concluye con la expresión
tajante de que será inútil toda defensa: pero, la culminación podemos
encontrarla en el desprecio de sus palabras finales, producto de una “ira
reconcentrada” en vías de apaciguamiento. Adviértase el valor de las
imágenes y comparaciones que, vinculadas a Cata, viene pautando el autor desde
que presentó a este personaje; en ellas surge con nitidez esa fuerza
primitiva y telúrica que alienta en sus acciones, denotando el constante
intercambio de ideas e instintos que constituyeron el primer alumbramiento de
una nacionalidad que Acevedo Díaz quiere cada vez más consciente de sí misma y
ajena a las pasiones descontroladas.
El
instante en que siente que su pecho es bañado por la sangre del enemigo posee
toda la bella crudeza de las mejores obras: hay en Cata, al borde de su
desfallecimiento, un exceso de energías que – según Roberto Ibáñez – es el
privilegio mayor de la criatura cimarrona de Acevedo Díaz. Acude entonces
a nuestra memoria, en parangón que debe salvar distancias y géneros literarios,
pero que enlaza realidades humanas, el episodio en que la Clitemnestra de
Esquilo da muerte a su esposo Agamenón y siente que la sangre de este, bañando
su rostro, le produce igual sensación que cuando “la lluvia de Zeus alegra la
mies al brotar de la espiga”.
Constituye
el indicado, sin duda, el momento de mayor énfasis, donde el autor ha sabido
calar en los hondones del alma y extraer de allí la materia necesaria para su
creación artística: la embriaguez de Cata, no obstante, hará de tomar de
inmediato a un cauce que tiende a evidenciar otro aspecto vital del personaje,
que aparece entonces casi ennoblecido a nuestros ojos, en una voluntad que se
alza ya sobre la muerte inminente.
Sus
manos, que morosamente encontraron la herida de Heitor e introdujeron allí el
puñal vengador, son las mismas que tratarán de contener el aliento vital de
Sanabria, su compañero. Afloran así, en feliz equilibrio,sentimientos
de amor que involucran la idea de patria, de lucha común,
aunque estos términos no deben conducirnos a idealizaciones. El romántico
Acevedo Díaz conoce bien a sus personajes, rudos y primitivos, sus sentimientos
se manifiestan a plena luz, con pujanza en el odio y el amor, poseyendo similar
intensidad aunque sentidos opuestos que se complementan para otorgar la
totalidad vital de sus criaturas. Por ese motivo hemos expresado que el
autor, consciente de su arte, no se detiene a ofrecer explicaciones: el efecto
buscado no lo permite; presenta a esos seres a través de acciones
reveladoras, y en ese acto libremente deja entrever – a veces abocetadas – las
constantes esenciales de su alma.
En
el fragmento aludido se fusionan dos formas del sentimiento amoroso: respecto a
la patria, implícito en la muerte de Heitor; y hacia Sanabria, el
combatiente anónimo de nuestras campañas que es todo un símbolo de coraje y
compañerismo, que se afirma como un valor perdurable trascendiendo a la
aparente derrota experimentada en el campo de batalla; se trata de
aquella “altivez en la derrota” que el autor mencionara en “Nativa”, y ahora
resume en un relato tan intenso como ejemplarizante.
[1] En la iniciación de “Grito de
Gloria” el autor alude así a los sucesos posteriores a la batalla del Catalán:
“Los nuevos dueños del país allanaban las propiedades y se repartían los
frutos. Acompañábales la sed insaciable de riquezas que se apodera de los
fuertes en pos de fáciles victorias y extendías la garra con la brutalidad de
la bestia cebada. Ninguna barrera podía detenerlos. Dinero, bienes,
honra, vidas, todo era barrido por la ola de la conquista”. Agrega luego,
completando el cuadro: “De este modo decir se puede que no hubo un pago, un
río, un arroyo, una sierra, un llano, una loma, donde no corriese sangre”.
Los brazos orientales se dispusieron a
enfrentar una vez más, carentes de recursos, al enemigo: “pero al fin, las
vidas potentes se fueron extinguiendo, las supremas energías se desgastaron en
el choque permanente lo mismo que las rocas al embate de la oleada, cansose el
músculo del peso del acero, y cayeron de las manos como inútiles instrumentos
las armas ya melladas, chorreando sangre todavía…”.
No obstante “el exterminio sólo
alcanzó a una parte de la indomable generación de la época”, pues los nativos
“salvaron los confines, asilándose entre sus hermanos los argentinos.
Renovose el éxodo del otro lustro…” y el tiempo, largo tiempo, transcurrido en
las tareas reivindicativas, luego “devolvería su audacia al espíritu. Los
organismos, ahora fatigados, llegarían a cansarse de su misma quietud”.
Ese resurgir del espíritu combativo, alentado por el triste espectáculo de la
tierra asolada por el enemigo, determinará un nuevo brote de fervor patriótico,
aletargado durante cierto tiempo pero nunca muerto en el alma de los criollos.
VOCABULARIO y
NOTAS A “EL COMBATE DE LA TAPERA” (extraído de: Eduardo Acevedo
Díaz, “Los mejores cuentos” - Ediciones Banda Oriental, Colección Socio
Espectacular)
Jamelgo – según el Diccionario de la
Real Academia española, es un “caballo flaco y desgarbado por
hambriento”
Tapera – la segunda acepción que da el
DRAE: “habitación ruinosa y abandonada”. Mejor resulta la
definición que aporta el propio Acevedo Díaz en Ismael: “y llegóse
hasta una tapera, resto de un ranchejo de paredes de tierra y ramas que alzaba
sus picachos de lodo seco...”
Testera – DRAE: Frente o
principal fachada de una casa. Se refiere al frente de la vivienda
abandonada, indudablemente hace ya mucho tiempo.
Saúco – Árbol que no pasa de 5-6
metros de altura. Vive en montes serranos o ribereños…
Cicuta – DRAE “Planta de la
familia de las umbelíferas, de unos dos metros de altura, con tallo rollizo,
estirado, hueco, manchado de color purpúreo en la base y muy ramoso en lo alto”
Baqueta – Varilla de metal para meter el taco
(pelotita de trapo o papel que se colocaba entre el proyectil y la pólvora) en
las antiguas armas de fuego.
Garganta de sapo – expresión que equivale a valor
y se refiere al hecho de que el sapo al “cantar” ensancha desmesuradamente la
“garganta”
Barajo – eufemismo en lugar del
vulgarismo “carajo”
Maturrango – Dícese de la persona que no
sabe andar a caballo.
Pijotearles – mezquinarles
Chifle – Asta del animal vacuno,
regularmente de buey, donde se lleva agua para beber en los viajes o largas
travesías.
la mimosa – palabra que metaforiza el acto
del “beso” del paisano al pico del recipiente y el consiguiente embeleso con el
alcohol.
Mandria – El DRAE define como “Apocado,
inútil y de escaso o ningún valor”//Arg. Holgazán, vago. Ninguno de
los diccionarios de voces rioplatenses que disponemos lo registran. Es
claro que en este contexto está empleado como sinónimo de “maldito” u otro
insulto similar. Nótese que el sargento Sanabria lo había empleado
refiriéndose a su tropa: “Vea que esos mandrias no se duerman”;
en este caso parece apropiada la acepción referida.
Disparos de mampuesta – De acuerdo con la 4ta acepción
del DRAE, se trata de “Cualquier objeto en el que se apoya un arma de
fuego para tomar mejor puntería”. En el caso sirven los caballos
de improvisada y única trinchera para los soldados orientales.
Reyuno – “Decíase, y aún
suele decirse, del animal que tiene cortada la punta de una de las orejas, en
razón de pertenecer al estado….” Cuando se quiere dar a entender
precisamente que un caballo tiene la oreja cortada, se dice que es reyuno.
Breñas - “Tierra
quebrada entre peñas y poblada de maleza” Acevedo Díaz la utiliza como
sinónimo de maleza.
Tuco – En algunas provincias
argentinas arribeñas llaman tuco a la luciérnaga, en especial la grande, con
dos discos luminosos permanentes en la parte superior de la costra junto
a la cabeza, los cuales emiten claridad suficiente para leer un papel
cualquiera en la oscuridad.
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