domingo, 27 de abril de 2014

Comentario sobre "El Combate de la tapera"

Carlos Real de Azúa indica que la literatura de nuestro país empezó siendo una “literatura en el Uruguay”, paso a paso, a golpes de intervención, a iluminaciones esporádicas, esa literatura pasó a ser  “literatura uruguaya”.
Esto no significa que ni todas sus obras ni sus autores hayan de ser entendidos como “portavoces” de una “sociedad uruguaya”.
Las obras literarias expresan y revelan, por intermedio del autor distintos aspectos de la comunidad que él representa, así como realidades del suelo histórico-social en el que el autor se mueve y hablan a través de su obra.  Sin dejar de mencionar una tradición literaria de alcance universal, por ejemplo, las distintas corrientes, escuelas o modas que se reflejan en las distintas manifestaciones del arte.  Además de las presuntas “leyes”, como normas del “género” que puedan estar pesando en el autor.
Todos estos estilos, escuelas produjeron un impacto en nuestra literatura, tal como sucedió en las otras comunidades de América Latina.
En sus comienzos debería hablarse de una “literatura rioplatense”.  Desde 1830, dos naciones, las dos orillas del Río de la Plata, anudaron sus sociedades en estrechos vínculos sin mirar fronteras.  En realidad, hasta el tercer tercio del siglo XIX puede hablarse con más propiedad de una literatura rioplatense que de argentina o uruguaya.
Difícil es saber cuando comienza una literatura, y la uruguaya no escapa a esta ley.   Carlos Maggi nos indica que a principios de nuestra historia, hacia el siglo XIX, lo que es hoy nuestra república era todavía un territorio casi desierto y bárbaro: una subcolonia lateral de Buenos Aires.
No podía hablarse entonces de literatura propiamente dicha.  Señala Maggi que la función del crítico consiste en descubrir los valores donde allí estén, ordenarlos y ponerlos de manifiesto, y en nuestro caso sucede que, por lo regular, hay más y mejor literatura, literatura más aprovechable, en los escritos políticos, históricos y científicos de la época.  Caso de Perez Castellano y de Larrañaga, en ensayos, memorias, cartas y apuntes.
Maggi destaca “El viaje de Montevideo a Paysandú” de Dámaso Antonio Larrañaga como una de esas obras que logra ser buena literatura sin proponérselo.  Dice Maggi que la prosa de Larrañaga, en su fluir, cumple con casi todas las exigencias de claridad, funcionalidad, concisión y efecto, con mesurada progresión, una vivencia, hasta culminarla en el momento final: el encuentro con Artigas.
EDUARDO ACEVEDO DÍAZ – LA NOVELA HISTÓRICA
Eduardo Acevedo Díaz escribió nuestros orígenes en cuatro novelas históricas, donde el autor funde lo nativo y lo heroico (“Lanza y Sable”, “Nativa”, “Ismael” y “Grito de Gloria”).
Acevedo Díaz confesó una acendrara devoción por Homero, cuya influencia se descubre en muchos elementos de su estilo.  Bajo esta inspiración  compuso su serie de novelas históricas, también llamadas “épicas” en tanto se constituyen en la gesta de nuestra patria.
Jorge Albístur nos indica que el siglo XIX es llamado todavía “el siglo de la novela”, este género fue uno de los predilectos en el romanticismo que señala lo imaginativo y ficcional, como dos rasgos definidores de la creación novelesca.   La novela romántica fue sustituida por nuevas corrientes: el realismo, que procura un mayor acercamiento a la verdad.
Si bien el romanticismo y el realismo se distinguen bien en teoría, no es fácil, ante un texto literario determinado, señalar dónde está la peculiaridad de uno u otro.  Sucede con los novelistas franceses: Víctor Hugo, Balzac.   Se sitúa a Honorato de Balzac como iniciador del realismo, ero estudios más recientes lo ubican como el último de los románticos y el primero de los realistas.
Este cruce de corrientes se observa en Acevedo Díaz, quien hereda mucho de la novela francesa.  Señala Albístur que Acevedo Díaz “concibe como un romántico” y “ejecuta como un realista”.  Es decir en sus argumentos, especialmente en la pintura de sus parejas de enamorados, el romanticismo es dominante;  en tanto en la observación, en la selección de detalles (por ejemplo: cuadros de guerra) aparece como un realista.
La convivencia de fantasía y verdad es, por lo tanto, familiar en la narrativa del siglo XIX.  Pero si la novela hermana estos polos, en apariencia “opuestos”, ocurre mucho más en la llamada “novela histórica”.
Dice Jorge Albístur que la novela histórica, es, en términos absolutos, un género imposible: “novela implica imaginación” – “historia veracidad”.
La novela histórica fue una tentación permanente en los autores del siglo XIX, Balzac en su “Comedia humana”;  Víctor Hugo “Noventa y Tres”;  Tolstoi “Guerra y Paz”.  Todas estas obras tienen algo común:  la perspectiva desde la cual el novelista aborda a los hechos verídicos.  Se tratará, siempre, de prudente atribución del papel protagónico a un personaje ficticio, en tanto el gran personaje conocido aparece, con su verdad inmodificable, dominando desde allí.  No es difícil comprender que, si en una novela de Acevedo Díaz, el protagonista fuese Artigas, estaríamos leyendo un estudio sobre un período de la historia nacional, pero no una novela.  La documentación trabaría al creador, reduciendo su libertad de imaginar.
Acevedo Díaz meditó cuidadosamente sobre estos y otros problemas de la novela histórica.  Le parece que las sociedades nuevas deben comenzar por conocerse a sí mismas.  Es forzoso, dice, recurrir al origen, estudiar el medio en que se desarrolló el embrión de la patria y “trazar páginas literarias que sean el fiel reflejo de nuestros ideales, errores, hábitos y preocupaciones, resabios y virtudes”.
La novela histórica tiene, a su juicio, una función didáctica.  Es consciente, naturalmente, que el escritor no puede resignar su condición de tal.  No debe hacerlo, según se desprende de estas otras palabras: “a nuestro juicio, se entiende mejor la historia en la novela que en la novela de la historia.  Por lo menos, abre más campo a la observación atenta, a la investigación psicológica, al libre examen de los hombres descollantes y a la filosofía de los hechos”.  He aquí como, para Acevedo Díaz la imaginación novelesca aparece como el auxiliar invalorable en el conocimiento de la verdad


INTRODUCCIÓN A “EL COMBATE DE LA TAPERA” (por Hugo Riva, Ediciones de la Banda Oriental, 1986)

Este relato publicado por primera vez en “Tribuna de Buenos Aires, el 27 de Enero de 1892, puede ubicarse cronológicamente entre “Ismael” y “Nativa” y antes de “Grito de Gloria”;  pero aunque pudo pertenecer a ellas, no fue incluido en ninguna de sus obras, lo que implica marcar su independencia de la historicidad presente en el ciclo épico de Acevedo Díaz.  No obstante, alude el autor desde su comienzo a un combate concreto:  el del arroyo Catalán, donde las fuerzas portuguesas al mando del Marqués de Alegrete derrotaron a los orientales dirigidos por Andrés Latorre;  el suceso acaeció el 4 de Enero de 1817, pocos días antes de que Lecor ingresara triunfalmente a Montevideo.[1]
La obra que nos ocupa constituye una resonancia de aquel suceso histórico, que le otorga un trasfondo de veracidad;  esta constituye una condición necesaria pero no imprescindible, que permitirá comprender la situación y el odio al enemigo que caracteriza a las fuerzas orientales, dispuestas a llevar a cabo una hazaña que constituye una suerte de respuesta a lo acontecido en el Catalán.
Sus personajes encarnan una fuerza telúrica, casi irracional;  defienden sus vidas y su patria en un impulso que no problematiza causas y condiciones.  El autor confiere relieve a la hazaña posiblemente histórica transformada en hecho artístico, atento a su finalidad primordial:  evidenciar cómo se fue forjando penosamente la patria, cuántos sacrificios sin halagadoras recompensas efectuaron por ella masas anónimas de hombres y mujeres, cuyos rasgos se convierten en ejemplares de conducta no obstante algunos hechos que denotan crueldad.  Acevedo Díaz lo ha expresado con claridad en diversos pasajes:  “Es necesario hacer el relato de lustros sombríos sin calculadas reservas, para que al fin nazcan ante sus ejemplos aleccionadores los anhelos firmes a la vida de tolerancia, de paz, de justicia y de grandeza nacional”.  El autor intenta “instruir almas y educar muchedumbres”, aunque ellas no pertenezcan a su generación;  de ahí también el carácter perdurable de sus obras, en las que sus personajes se adhieren frecuentemente con un instinto feroz, espontánea y casi  irracionalmente, a la tierra que les da su ser y condición.
La sobriedad de Acevedo Díaz le evita incurrir en excesos;  moviéndose entre las aguas de lo verosímil, ubica a sus protagonistas en una dimensión humana que no oculta el anhelo por alejarse de todo falso patrioterismo.  Por ello no procede a su análisis psicológico, aunque este surge espontáneamente del relato:  los presenta y hace actuar en un ambiente concreto, en tanto esas acciones revelan los entresijos de su alma.  Confiere realce a las fuerzas diezmadas en la acción heroica que llevan a cabo;  y aunque su destino final, insinuado por los cimarrones y los cuervos, no parece poseer concordancia con el premio deseado para su valentía y denuedo, resta para el lector – esclareciendo esas sombras – un luminoso concepto del ser humano cuando actúa bajo la inspiración de elevados sentimientos, en lo que constituye una realidad innegable y conocida directamente por el autor.
El patriotismo del novelista no reside en lo que teóricamente pueda, como hombre culto, exponer;  reside para él, también, en ofrecer un relato ágil, ameno y aleccionador, donde se denote al pueblo oriental luchando por la independencia y ejecutando acciones memorables.  No nos asombra la muerte de los orientales, casi insinuada desde el comienzo;  sí la huída de las fuerzas portuguesas, lo que constituye su derrota a pesar de que conserven la vida.
La muerte de las huestes de Sanabria parece insinuarse en las descripciones iniciales, inclusive en esa tapera que adelanta la inutilidad de toda defensa;  si bien Acevedo Díaz crea expectativa por la acción de Cata entre las filas enemigas, lo que permite aguardar un giro en el desarrollo de los sucesos, ello no modifica la situación sino solamente para oponer la fuga portuguesa a la espera valiente y denodada de los criollos, donde se siente latir un coraje puro, desprendido de toda esperanza.  El autor “desbordando lo llanamente costumbrista, funde lo heroico y lo nativo, acordes fundamentales de su obra”.
Las descripciones iniciales de la tropa y el escenario del combate responden a la necesidad de hacer sentir todo lo que aquella constituye y representa: en ese lugar despliegan sus energías los orientales;  su carencia de recursos, si contrasta con las posibilidades del enemigo, se ve compensada con un fervor ejemplarizante que estos no poseen.  De ahí la grandeza épica del cuento, que apunta a ese interés nacional ya mencionado, producto de la actitud creadora de un artista conocedor de la materia que trabaja entre sus manos.
En el enfrentamiento de las fuerzas antagónicas no encontramos que los criollos, en su valiente actitud, sientan sobre sí obligación alguna impuesta desde fuera de ellos mismos;  brota desde su misma interioridad, como una imperiosa respuesta de sus almas, a la manera casi de una vocación de libertad, por el impulso de luchar una vez más.  Hombres experimentados en la guerra aceptan sin quejarse y sin pedir nada, con absoluta naturalidad, todo lo que ese combate implica: de ahí el rasgo heroico ejemplarizante que otorga mayor verosimilitud al relato, acentuado por una actitud personal y de conjunto que no le hace pensar en la posibilidad de una vida posterior a la que arriesgan.  Ha expresado Rama que la clave de la creación acevediana reside en la ausencia de Dios,  o más exactamente en la búsqueda sustitutiva de nuevos absolutos (la patria, por ejemplo).
Pero acotaríamos, una vez más, que esta noción es experimentada instintivamente, sin racionalizaciones previas, más como producto que como presupuesto de su mismo accionar;  ello permite justificar que la conclusión del relato surja como la culminación necesaria, en cierto modo lógica, de una vida heroica.
Dos núcleos narrativos y un personaje central
Efectuada una simple lectura del cuento se desprenden dos hechos centrales, vinculados a nuestra anterior exposición: la muerte del Capitán Heitor y la de Cata y Sanabria.  En torno al primero encontramos el desarrollo y la peripecia del relato, que conducen ala conclusión, y configura una trama sentimental no explicitada pero vigente.  Ambos momentos reconocen un hilo conductor: Cata, personaje que lleva a cumplimiento sus acciones preponderantes, inspirada por un odio y amor extremos, intensos, que la impulsan a la realización de esfuerzos tan expresivos y reveladores.
Ella pertenece a esos personajes que son, recordando palabras de Zum Felde, “de una encarnadura concreta y propia, arrancados a la realidad viva del medio, de una veracidad fiel a la observación y al documento”.  Es, al decir del mencionado crítico, “la vida nativa expresada en su autenticidad sustancial”.
El propio Acevedo Díaz se refiere en otras páginas a este tipo de mujeres: “Eran sencillamente rudos dragones, hábiles en el manejo del caballo y de la lanza o el sable, vestidas de hombres y capaces de ejecutar en las horas de prueba los mismo actos de un esforzado varón”.  Como sus compañeros, “poseían la pasión del valor” y estaban impregnadas de “odios santos, sensualismos y amores” que impulsaban sus acciones” (“Ismael”).
Ella ultima a Heitor en una acción tremenda – síntesis y culminación de las anteriores – que impresiona al lector, aunque no torna repulsivo al personaje;  se enmarcan sus hechos con dos frases expresivas, propias de quien ha vivido con intensidad, “con pasión y con divisa”, las luchas por la patria.  Al hacerlo, el autor otorga relevancia a esas actitudes que resultan reveladoras del “odio santo” al que aludíamos;  no corresponden largas parlamentos sino la mención escueta pero casi minuciosa de los principales acontecimientos;  y el autor, fiel a las exigencias propias de la creación, responde a ellas en acertada técnica narrativa.
El penoso esfuerzo de Cata por llegar hasta el Capitán concluye con la expresión tajante de que será inútil toda defensa: pero, la culminación podemos encontrarla en el desprecio de sus palabras finales, producto de una “ira reconcentrada” en vías de apaciguamiento.  Adviértase el valor de las imágenes y comparaciones que, vinculadas a Cata, viene pautando el autor desde que presentó a este personaje;  en ellas surge con nitidez esa fuerza primitiva y telúrica que alienta en sus acciones, denotando el constante intercambio de ideas e instintos que constituyeron el primer alumbramiento de una nacionalidad que Acevedo Díaz quiere cada vez más consciente de sí misma y ajena a las pasiones descontroladas.
El instante en que siente que su pecho es bañado por la sangre del enemigo posee toda la bella crudeza de las mejores obras: hay en Cata, al borde de su desfallecimiento, un exceso de energías que – según Roberto Ibáñez – es el privilegio mayor de la criatura cimarrona de Acevedo Díaz.  Acude entonces a nuestra memoria, en parangón que debe salvar distancias y géneros literarios, pero que enlaza realidades humanas, el episodio en que la Clitemnestra de Esquilo da muerte a su esposo Agamenón y siente que la sangre de este, bañando su rostro, le produce igual sensación que cuando “la lluvia de Zeus alegra la mies al brotar de la espiga”.
Constituye el indicado, sin duda, el momento de mayor énfasis, donde el autor ha sabido calar en los hondones del alma y extraer de allí la materia necesaria para su creación artística: la embriaguez de Cata, no obstante, hará de tomar de inmediato a un cauce que tiende a evidenciar otro aspecto vital del personaje, que aparece entonces casi ennoblecido a nuestros ojos, en una voluntad que se alza ya sobre la muerte inminente.
Sus manos, que morosamente encontraron la herida de Heitor e introdujeron allí el puñal vengador, son las mismas que tratarán de contener el aliento vital de Sanabria, su compañero.  Afloran así, en feliz equilibrio,sentimientos de amor que involucran la idea de patria, de lucha común, aunque estos términos no deben conducirnos a idealizaciones.  El romántico Acevedo Díaz conoce bien a sus personajes, rudos y primitivos, sus sentimientos se manifiestan a plena luz, con pujanza en el odio y el amor, poseyendo similar intensidad aunque sentidos opuestos que se complementan para otorgar la totalidad vital de sus criaturas.  Por ese motivo hemos expresado que el autor, consciente de su arte, no se detiene a ofrecer explicaciones: el efecto buscado no lo permite;  presenta a esos seres a través de acciones reveladoras, y en ese acto libremente deja entrever – a veces abocetadas – las constantes esenciales de su alma.
En el fragmento aludido se fusionan dos formas del sentimiento amoroso: respecto a la patria, implícito en la muerte de Heitor;  y hacia Sanabria, el combatiente anónimo de nuestras campañas que es todo un símbolo de coraje y compañerismo, que se afirma como un valor perdurable trascendiendo a la aparente derrota experimentada en el campo de batalla;  se trata de aquella “altivez en la derrota” que el autor mencionara en “Nativa”, y ahora resume en un relato tan intenso como ejemplarizante.



[1] En la iniciación de “Grito de Gloria” el autor alude así a los sucesos posteriores a la batalla del Catalán: “Los nuevos dueños del país allanaban las propiedades y se repartían los frutos.  Acompañábales la sed insaciable de riquezas que se apodera de los fuertes en pos de fáciles victorias y extendías la garra con la brutalidad de la bestia cebada.  Ninguna barrera podía detenerlos.  Dinero, bienes, honra, vidas, todo era barrido por la ola de la conquista”.  Agrega luego, completando el cuadro: “De este modo decir se puede que no hubo un pago, un río, un arroyo, una sierra, un llano, una loma, donde no corriese sangre”.
Los brazos orientales se dispusieron a enfrentar una vez más, carentes de recursos, al enemigo: “pero al fin, las vidas potentes se fueron extinguiendo, las supremas energías se desgastaron en el choque permanente lo mismo que las rocas al embate de la oleada, cansose el músculo del peso del acero, y cayeron de las manos como inútiles instrumentos las armas ya melladas, chorreando sangre todavía…”.
No obstante “el exterminio sólo alcanzó a una parte de la indomable generación de la época”, pues los nativos “salvaron los confines, asilándose entre sus hermanos los argentinos.  Renovose el éxodo del otro lustro…” y el tiempo, largo tiempo, transcurrido en las tareas reivindicativas, luego “devolvería su audacia al espíritu.  Los organismos, ahora fatigados, llegarían a cansarse de su misma quietud”.  Ese resurgir del espíritu combativo, alentado por el triste espectáculo de la tierra asolada por el enemigo, determinará un nuevo brote de fervor patriótico, aletargado durante cierto tiempo pero nunca muerto en el alma de los criollos.



VOCABULARIO y NOTAS A “EL COMBATE DE LA TAPERA”  (extraído de: Eduardo Acevedo Díaz, “Los mejores cuentos” - Ediciones Banda Oriental, Colección Socio Espectacular)
Jamelgo – según el Diccionario de la Real Academia española, es un “caballo flaco y desgarbado por hambriento”
Tapera – la segunda acepción que da el DRAE: “habitación ruinosa y abandonada”.  Mejor resulta la definición que aporta el propio Acevedo Díaz en Ismael: “y llegóse hasta una tapera, resto de un ranchejo de paredes de tierra y ramas que alzaba sus picachos de lodo seco...”
Testera  – DRAE: Frente o principal fachada de una casa.  Se refiere al frente de la vivienda abandonada, indudablemente hace ya mucho tiempo.
Saúco – Árbol que no pasa de 5-6 metros de altura.  Vive en montes serranos o ribereños…
Cicuta – DRAE “Planta de la familia de las umbelíferas, de unos dos metros de altura, con tallo rollizo, estirado, hueco, manchado de color purpúreo en la base y muy ramoso en lo alto”
Baqueta – Varilla de metal para meter el taco (pelotita de trapo o papel que se colocaba entre el proyectil y la pólvora) en las antiguas armas de fuego.
Garganta de sapo – expresión que equivale a valor y se refiere al hecho de que el sapo al “cantar” ensancha desmesuradamente la “garganta”
Barajo – eufemismo en lugar del vulgarismo “carajo”
Maturrango – Dícese de la persona que no sabe andar a caballo.
Pijotearles – mezquinarles
Chifle – Asta del animal vacuno, regularmente de buey, donde se lleva agua para beber en los viajes o largas travesías.
la mimosa – palabra que metaforiza el acto del “beso” del paisano al pico del recipiente y el consiguiente embeleso con el alcohol.
Mandria – El DRAE define como “Apocado, inútil y de escaso o ningún valor”//Arg. Holgazán, vago.  Ninguno de los diccionarios de voces rioplatenses que disponemos lo registran.  Es claro que en este contexto está empleado como sinónimo de “maldito” u otro insulto similar.  Nótese que el sargento Sanabria lo había empleado refiriéndose a su tropa: “Vea que esos mandrias no se duerman”;  en este caso parece apropiada la acepción referida.
Disparos de mampuesta – De acuerdo con la 4ta acepción del DRAE, se trata de “Cualquier objeto en el que se apoya un arma de fuego para tomar mejor puntería”.  En el caso sirven los caballos de improvisada y única trinchera para los soldados orientales.
Reyuno –  “Decíase, y aún suele decirse, del animal que tiene cortada la punta de una de las orejas, en razón de pertenecer al estado….” Cuando se quiere dar a entender precisamente que un caballo tiene la oreja cortada, se dice que es reyuno.
Breñas  -  “Tierra quebrada entre peñas y poblada de maleza” Acevedo Díaz la utiliza como sinónimo de maleza.

Tuco – En algunas provincias argentinas arribeñas llaman tuco a la luciérnaga, en especial la grande, con dos discos luminosos permanentes en la parte superior de la costra junto  a la cabeza, los cuales emiten claridad suficiente para leer un papel cualquiera en la oscuridad.

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